2
Nunca se van los niños muertos de sus casas;
vagan por allí, se entremeten en las faldas de sus madres,
a la hora en que ella prepara la comida y escucha hervir el agua,
como si estuviera estudiando el vapor y el tiempo. Siempre allí.
No se marchan los niños muertos. Se quedan en la casa,
y tienen una marcada predilección por jugar en el pasadizo cerrado,
y cada día crecen en nuestro corazón, tanto que el dolor en nuestro pecho no es ya por privación sino por el exceso.
Y si a veces las mujeres lanzan un grito en el sueño, es que de nuevo sienten los dolores de sus alumbramientos.
7
En la primavera todo se vuelve de agua azul.
Lavan los vidrios hasta en las casas que están de duelo.
La escoba se queda más sabia y envejecida en el rincón.
Dos golondrinas volvieron a nuestro tejado – son dos barquitos de papel que el niño muerto soltó desde el otro mundo
para que vinieran a anclar en su pequeño puerto de paja.
Y la madre tiene otra vez en la boca una sonrisa profunda
que tiembla como una balanza encima del tiempo,
como si otra vez diera vida a aquél en el nuevo hijo que espera.
8
Las casas, donde han muerto niños pequeños, se han santificado.
Las sombras petrificadas se multiplican en los corredores.
Un vaso, olvidado en la mesa, es un cáliz.
Una toalla, colgada en un clavo, es un saludo lejano y tras ella permanece la distancia con su eco profundo.
Al crepúsculo cuando se apagan las luces, la lumbre de un cigarrillo, completamente sola, en la oscuridad del espejo, es el fuego solitario que encendieron los niños muertos en el valle de San Juan del más allá.
Y hasta el arrastrarse de una pequeña cucaracha sobre el diario caído es un cochecito minúsculo que cruza el pequeño túnel trayendo un mensaje oficial y sellado.
15
Tu madre, aunque no hable,
sabe que todos e ha encorvado irreparablemente.
No volverán a encontrar la actitud enhiesta e irreparable de la vida.
La tarde del sábado, agachada sobre la mesa de la cocina,
comprende que se inclina sobre el vacío.
Pero insiste en calcular los gastos de la semana, en hacer su pobre suma con un cuidado –no vayan a adivinar los demás; con un cuidado tan doloroso,
que todos miran hacia otro lado para no verla.
Y el montoncito de naranjas que era para el niño,
y que nadie tocó, es una pequeña colina de oro en una extraña puesta de sol
y en su cumbre se bate silenciosa e invisible
una pequeña bandera a media asta.
Traducción: Miguel Castillo Didier
YANNIS RITSOS
(Grecia, 1908 – 1999)
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