El cine, instrumento de poesía (conferencia)

 

El grupo de jóvenes que forman la Dirección de Difusión Cultural se acercó a mí para pedirme una conferencia. Aunque agradecí debidamente la atención de que me hacían objeto, mi respuesta fue negativa: aparte de que no poseo ninguna de las cualidades que requiere un conferenciante, siento un pudor especial de hablar en público. Fatalmente, el que diserta atrae la atención colectiva de sus oyentes, sintiéndose blanco de sus miradas. En mi caso, no puedo evitar una cierta confusión ante el temor de que puedan creerme un poco, digamos, exhibicionista. Aunque esta idea mía sobre el conferenciante pueda ser exagerada o falsa, el hecho de sentirla como verdadera me obligó a suplicar que mi período de exhibición fuera lo más corto posible, y propuse la constitución de una Mesa Redonda, en la que unos cuantos amigos, pertenecientes a distintas actividades artísticas e intelectuales, pudiéramos discutir en familia algunos de los problemas que atañen al llamado séptimo arte: así se acordó que el tema fuera el de "el cine como expresión artística", o más concretamente, como instrumento de poesía, con todo lo que esta palabra pueda contener de sentido libertador, de subversión de la realidad, de umbral al mundo maravilloso del subconsciente, de inconformidad con la estrecha sociedad que nos rodea.

 

Ha dicho Octavio Paz: "Basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para que pueda hacer estallar el mundo", y yo, parafraseando, agrego: bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia, para que hiciera saltar el universo. Mas, por el momento, podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada. En ninguna de las artes tradicionales existe una desproporción tan grande entre posibilidad y realización como en el cine. Por actuar de una manera directa sobre el espectador, presentándole seres y cosas concretas, por aislarlo, gracias al silencio, a la oscuridad, de lo que pudiéramos llamar su hábitat psíquico, el cine es capaz de arrebatarlo como ninguna otra expresión humana. Pero como ninguna otra es capaz de embrutecerlo. Por desgracia, la gran mayoría de los cines actuales parecen no tener más misión que ésa: las pantallas hacen gala del vacío moral e intelectual en que prospera el cine, que se limita a imitar la novela o el teatro, con la diferencia de que sus medios son menos ricos para expresar psicologías; repiten hasta el infinito las mismas historias que se cansó de contar el siglo XIX y que aún se siguen repitiendo en la novela contemporánea.

 

Una persona medianamente culta arrojaría con desdén el libro que contuviese alguno de los argumentos que nos relatan las más grandes películas. Sin embargo, sentada cómodamente en la sala a oscuras, deslumbrada por la luz y el movimiento que ejercen un poder casi hipnótico sobre ella, atraída por el interés del rostro humano y los cambios fulgurantes de lugar, esa misma persona, casi culta, acepta plácidamente los tópicos más desprestigiados.

 

El espectador de cine, en virtud de esa clase o de esa especie de inhibición hipnagógica, pierde un porcentaje elevado de sus facultades intelectivas. Pondré un ejemplo concreto: la película titulada Detective Story o Antesala del infierno. La estructuración de su argumento es perfecta, el director magnífico, los actores extraordinarios, la realización genial, etc., etc. Pues bien, todo ese talento, todo ese savoirfaire, toda la complicación que supone la máquina del film, fue puesta al servicio de una historia estúpida, notable por su bajeza moral. Me viene a la mente aquella máquina extraordinaria del Opus II, aparato gigantesco, fabricado con el mejor acero, de mil engranajes complicados, tubos, manómetros, cuadrantes, exacto como un reloj, imponente como un transatlántico, que servía únicamente para timbrar la correspondencia.

 

El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta, por lo general, en las películas. Ya tienen buen cuidado autores, directores y productores de no turbar nuestra tranquilidad abriendo la ventana maravillosa de la pantalla al mundo libertador de la poesía. Prefieren reflejar en aquélla los temas que pudieran ser continuación de nuestra vida ordinaria, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las penosas horas del trabajo cotidiano. Y todo esto, como es natural, bien sancionado por la moral consuetudinaria, por la censura gubernamental e internacional, por la religión, presidido por el buen gusto y aderezado con humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad.

 

Si deseamos ver buen cine, raramente lo encontraremos en las grandes producciones o en aquellas otras que vienen sancionadas por la crítica y el consenso de los públicos. La historia particular, el drama privado de un individuo, creo que no puede interesar a nadie digno de vivir su época; si el espectador se hace partícipe de las alegrías, tristezas o angustias de algún personaje de la pantalla, deberá ser porque ve reflejadas en aquél las alegrías, tristezas o angustias de toda la sociedad, y, por tanto, las suyas propias. La falta de trabajo, la inseguridad de la vida, el temor a la guerra, la injusticia social, etc., son cosas que, por afectar a todos los hombres de hoy, afectan también al espectador; pero que el señor X no sea feliz en su hogar y se busque una amiga para distraerse, a la que, finalmente, abandonará para reunirse con su abnegada esposa, es algo moral y edificante, sin duda, pero nos deja completamente indiferentes.

 

A veces la esencia cinematográfica brota insólitamente de un film anodino, de una comedia bufa o de un burdo folletín. Man Ray ha dicho, en una frase llena de significación: "los peores films que haya podido ver, aquellos que me hacen dormir profundamente, contienen siempre cinco minutos maravillosos, y los mejores, los más celebrados, cuentan solamente con cinco minutos que valgan la pena: o sea, que, tanto en los buenos como en los malos films, y por encima y a pesar de las buenas intenciones de sus realizadores, la poesía cinematográfica pugna por salir a la superficie y manifestarse."

 

El cine es un arma maravillosa y peligrosa si la maneja un espíritu libre. Es el mejor instrumento para expresar el mundo de los sueños, de las emociones, del instinto. El mecanismo productor de imágenes cinematográficas, por su manera de funcionar, es, entre todos los medios de expresión humana, el que más se parece al de la mente del hombre, o mejor aún, el que mejor imita el funcionamiento de la mente en estado de sueño. B. Brunius nos hace observar que la noche paulatina que invade la sala equivale a cerrar los ojos: entonces, comienza en la pantalla, y en el hombre, la incursión por la noche de la inconsciencia; las imágenes, como en el sueño, aparecen y desaparecen a través de disolvencias y oscurecimientos; el tiempo y el espacio se hacen flexibles, se encogen y alargan a su voluntad, el orden cronológico y los valores relativos de duración no responden ya a la realidad; la acción de un círculo es transcurrir, en unos minutos o en varios siglos; los movimientos aceleran los retardos.

 

El cine parece haberse inventado para expresar la vida subconsciente, que tan profundamente penetra por sus raíces, la poesía; sin embargo, casi nunca se le emplea para esos fines. Entre las tendencias modernas del cine, la más conocida es la llamada neorrealista. Sus films presentan ante los ojos del espectador trozos de la vida real, con personajes tomados de la calle e incluso con edificios e interiores auténticos. Salvo excepciones, y cito muy especialmente Ladrón de bicicletas, no ha hecho nada el neorrealismo para que resalte en sus films lo que es propio del cine, quiero decir, el misterio y lo fantástico. ¿De qué nos sirve todo ese ropaje de vista si las situaciones, los móviles que animan a los personajes, sus reacciones, los argumentos mismos están calcados de la literatura más sentimental y conformista? La única aportación interesante que nos ha traído, no el neorrealismo, sino Zavattini personalmente, es la elevación al rango de categoría dramática del acto anodino. En Humberto D., una de las películas más interesantes que ha producido el neorrealismo, una criada de servicio, durante todo un rollo, o sea, durante diez minutos, realiza actos que hasta hace poco hubieran podido parecer indignos de la pantalla. Vemos entrar a la sirvienta en la cocina, encender su fogón, poner la olla a calentar, echar repetidas veces un jarro de agua a una línea de hormigas que avanza en formación india hacia las viandas, dar el termómetro a un viejo que se siente febril, etc., etc. A pesar de lo trivial de estas situaciones, esas maniobras se siguen con interés y hasta con suspense.

 

El neorrealismo ha introducido en la expresión cinematográfica algunos elementos que enriquecen su lenguaje, pero nada más. La realidad neorrealista es incompleta, oficial; sobre todo razonable; pero la poesía, el misterio, lo que completa y amplía la realidad tangente, falta en absoluto en sus producciones. Confunde la fantasía irónica con lo fantástico y el humor negro.

 

"Lo más admirable de lo fantástico —ha dicho André Bretón— es que lo fantástico no existe, todo es real". Hablando con el propio Zavattini hace algún tiempo, expresaba mi inconformidad con el neorrealismo: estábamos comiendo juntos, y el primer ejemplo que se me ocurrió fue el vaso de vino en el que me hallaba bebiendo. Para un neorrealista, le dije, un vaso es un vaso y nada más que eso: veremos como lo sacan del armario, lo llenan de bebida, lo llevan a lavar a la cocina, en donde lo rompe la criada, la cual podrá ser despedida de la casa o no, etc. Pero ese mismo vaso contemplado por distintos hombres puede ser mil cosas distintas, porque cada uno de ellos carga de afectividad lo que contempla, y ninguno lo ve tal como es, sino como sus deseos y su estado de ánimo quieren verlo. Yo propugno por un cine que me haga ver esa clase de vasos, porque ese cine me dará una visión integral de la realidad, acrecentará mi conocimiento de las cosas y de los seres y me abrirá el mundo maravilloso de lo desconocido, de lo que no puedo leer en la prensa diaria ni encontrar en la calle.

 

No crean por cuanto llevo dicho que sólo propugno un cine dedicado exclusivamente a la expresión de lo fantástico y del misterio, por un cine escapista, que, desdeñoso de nuestra realidad cotidiana, pretendiera sumergirnos en el mundo inconsciente del sueño. Aunque muy brevemente, he indicado hace poco la importancia capital que le doy al film que trate sobre los problemas fundamentales del hombre actual, no considerado aisladamente, como caso particular, sino en sus relaciones con los demás hombres. Hago mías las palabras de Emers, que define así la función de un novelista (léase para el caso la de un creador cinematográfico): "El novelista habrá cumplido honradamente cuando, a través de una pintura de las relaciones sociales auténticas, destruya las funciones convencionales sobre la naturaleza de dichas relaciones, quebrante el optimismo del mundo burgués y obligue a dudar al lector de la perennidad del orden existente, incluso aunque no nos señale directamente una conclusión, incluso aunque no tome partido ostensiblemente".

 

 

 

Texto extraído de Obra Literaria de Luis Buñuel

 

Publicado en 1982 por Ediciones Heraldo de Aragón

 

 

Luis Buñuel. (Calanda, 1900 - Ciudad de México, 1983) Director de cine español, una de las grandes figuras de la historia del cine. Su padre, Leonardo Manuel Buñuel, fue un indiano fantasioso que regresó de Cuba enriquecido y se instaló en Calanda; solía relatar numerosas aventuras ilusorias a los lugareños y afirmaba con bravuconería que sería para él la mujer más bella del pueblo. La elegida fue una muchacha delicada, que tocaba el piano y que tenía diecisiete tiernos años, llamada María Portolés, para quien mandó construir una suntuosa mansión. No estaba todavía terminada la casa cuando María dio a luz su primer hijo, Luis, precisamente poco antes de que comenzaran las fiestas de Semana Santa del año 1900.

 

Don Leonardo, convertido en un burgués severo y justo de ideas liberales, se cansó enseguida del pueblo y se trasladó a Zaragoza, donde entró en contacto con los círculos intelectuales de la capital, aunque mantuvo la costumbre de veranear en Calanda con toda la familia, con su mujer, sus siete hijos, las sirvientas y los amigos de la casa.

 

Entre los primeros recuerdos de Luis Buñuel está la escena, verdaderamente feudal, de grupos de pordioseros que acudían a la puerta de su hogar a mendigar un panecillo y una moneda de diez céntimos. Los que lo conocieron en su infancia cuentan de él numerosas travesuras, como una escapada con otros muchachos que duró más de veinticuatro horas y cuyo itinerario pasaba por los nichos del cementerio y concluía en una sórdida y oscura cueva. Allá estallaron los lamentos y las lágrimas, de modo que para tranquilizar a sus compañeros Luis se ofreció en sacrificio para ser comido. Felizmente ello no fue necesario y pudo regresar sin mayores contratiempos a su casa, donde no obstante seguiría practicando juegos peregrinos, tales como decir solemnes misas ante la arrobada concurrencia de pequeños feligreses.

 

Contagiado del ambiente familiar, Luis Buñuel confesó haber sido de niño muy religioso y creyente, pero hacia los catorce o quince años cayeron en sus manos libros de Herbert Spence, Friedrich Nietzsche y Charles Darwin, especialmente El origen de las especies, y comenzó a perder la fe. Con el tiempo, el hombre que declaró "soy ateo, gracias a Dios" llegaría a ser el emblema viviente de un arte blasfemo e iconoclasta, se acercaría al ideario anarquista, ingresaría en el grupo parisino de jóvenes revolucionarios que abanderaban la estética del surrealismo y trabajaría al servicio de la República montando documentales durante la guerra civil española.

 

Buñuel estudió el bachillerato con los jesuitas de Zaragoza y luego su padre lo envió a Madrid para que se hiciera ingeniero agrónomo. Providencialmente fue a parar a la Residencia de Estudiantes, lugar donde confluyeron algunos de los poetas y artistas más relevantes de la época, como Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca o Salvador Dalí, con los que trabó fecunda amistad.

 

De este modo descubrió pronto que su auténtica vocación no era la ingeniería, y ni siquiera la entomología, a la que se aficionó extraordinariamente, sino el arte. Bullía en su interior un ansia de novedades, una fiebre de vida que no podía desahogarse en el mezquino ambiente académico; prefería las tertulias a las aulas, y en ellas brillaba tanto su desbordante imaginación como su poderosa envergadura física, derrotando a todos sus compañeros cuando entablaban un pulso sobre las mesas de mármol de los cafés. Además, practicaba con notoria pericia el boxeo, e incluso a punto estuvo de proclamarse campeón amateur de este deporte.

 

Por último se decidió por la carrera de Filosofía y Letras, que pudo terminar en 1923, el mismo año en que falleció su padre, y dos años después se trasladó a París. En 1926 le impresionó vivamente una película de Fritz Lang, Der müde Tod (Las tres luces), y decidió dedicarse al cine, para lo cual se ofreció como ayudante de Jean Epstein, con quien colaboró en el rodaje de Les aventures de Robert Macaire, Mauprant y La Chute de la Maison Usher, aunque en este último filme no llegó al final.

 

La razón fue una discrepancia surgida entre los dos cineastas respecto a la auténtica valía de otro gran director francés, Abel Gance, muy admirado por Epstein y escasamente respetado por el joven vanguardista Buñuel. De hecho, éste estaba a punto de ingresar en las filas belicosas del grupo surrealista, que dirigía con mano férrea André Breton y en el que militaban, en un primer momento, Benjamin Péret, Louis Aragon, Paul Éluard, Max Ernst, René Char y Man Ray, entre otros. Todavía no se incluía entre ellos Salvador Dalí, el amigo de Buñuel, que por aquel tiempo se dedicaba a la pintura en su residencia de Cadaqués, y con quien realizará su primer guión cinematográfico: Un perro andaluz.

 

"En 1927 o 1928 (cuenta Luis Buñuel en sus memorias) yo estaba muy interesado en el cine. En Madrid presenté una sesión de películas de vanguardia francesa. Estaban en el programa Rien que les heures de Cavalcanti, Entracte de René Clair y no recuerdo qué otras películas. Tuvieron un enorme éxito. Al día siguiente me llamó Ortega y Gasset y me dijo: Si yo fuera joven, me dedicaría al cine. Luego, pasando la Navidad con Salvador Dalí en Figueras, le dije que quería hacer una película con él. Teníamos que buscar el argumento. Dalí me dijo: Yo anoche soñé con hormigas que pululaban en mis manos. Y yo: Hombre, pues yo he soñado que le seccionaba el ojo a alguien. Ahí está la película, vamos a hacerla. En seis días escribimos el guión. Estábamos tan identificados que no había discusión. Escribíamos acogiendo las primeras imágenes que nos venían al pensamiento y, en cambio, rechazando todo lo que viniera de la cultura o de la educación. Por ejemplo: la mujer agarra una raqueta para defenderse del hombre que quiere atacarla. Entonces, éste, mira a su alrededor buscando algo para contraatacar y (ahora estoy hablando con Dalí) ¿Qué ve? Un sapo que vuela. ¡Malo! Una botella de coñac. ¡Malo! Pues ve dos cuerdas. Bien, pero qué viene detrás de las cuerdas. El tipo tira de ellas y cae, porque arrastra algo muy pesado. Ah, está bien que se caiga. En las cuerdas vienen dos grandes calabazas secas. ¿Qué más? Dos hermanos maristas. Eso es, dos hermanos maristas. ¿Y después? Un cañón. Malo. Que venga un sillón de lujo. No, un piano de cola. Muy bueno, y encima del piano de cola un burro... no, dos burros podridos. ¡Magnífico! O sea, que hacíamos surgir representaciones irracionales sin ninguna explicación."

 

El filme, rodado en París por Luis Buñuel con dinero que le dio su madre, fue un escándalo, pero también un éxito en ciertos círculos que lo aplaudieron como el gran cineasta de vanguardia del momento. Más tarde, tras enfriarse sus relaciones con Dalí a causa de la influencia que sobre éste ejercía su nueva compañera Gala, vendría otra película surrealista, L'age d'or (La edad de oro), donde se incluyen frases tan provocativas como "¡Qué alegría haber asesinado a nuestros hijos!" Y el siguiente filme sería Las Hurdes, tierra sin pan, documental sobre la barbarie y la miseria de la España profunda, producido con el dinero que había ganado a la lotería su amigo Ramón Acín.

 

Hollywood se interesó inmediatamente por el prometedor y provocador director cinematográfico, pero aunque llegó a viajar a Estados Unidos en calidad de observador, Buñuel no se plegó a las tiránicas reglas de los productores y pronto abandonó La Meca del cine. Tampoco duró mucho su alineación en las huestes surrealistas, ni fue demasiado feliz su colaboración como documentalista al servicio de la República española durante la guerra civil, de la que muchos años después incluso se negaba a hablar.

 

En 1933 Buñuel se había casado con Jeanne Rucar de Lille, que le dio dos hijos, Jean Louis (1934) y Rafael (1940). En 1944 está trabajando como conservador de películas en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y tres años después se traslada a México, que sería su segunda patria, para rodar un filme con Jorge Negrete, Gran Casino, que constituyó un estrepitoso fracaso.

 

Viridiana (1961)

 

No obstante, pactó con la productora que realizaría dos películas económicamente rentables para que le dejasen llevar a cabo un proyecto personal. Éste fue Los olvidados (1950), que acaparó premios a la mejor dirección, argumento y guión en los festivales de Cannes y México. Pese a las precarias condiciones en las que se desenvolvía allí su trabajo, siguió coleccionando galardones y asombrando al mundo con Subida al cielo (1951), Las aventuras de Robinson Crusoe (1952), Nazarín (1958) y otras, pero por razones económicas también se vio obligado a dirigir algunas películas de mucha menos monta.

 

Regresó a España para dirigir Viridiana (1961), con un argumento basado en una novela de Benito Pérez Galdós, igual que su otro film español, Tristana (1970). La etapa final de su carrera es francesa, y en ella analizó a la burguesía presentando una imagen completa de la destrucción, el engaño y la falsa apariencia. La fascinación por todo un amplio repertorio de símbolos se concreta en las tres películas que produjo Serge Silberman (El discreto encanto de la burguesía, 1972 -Oscar de Hollywood-; El fantasma de la libertad, 1974; y Ese oscuro objeto del deseo, 1977).

 

Aunque en las últimas décadas de su vida pudo trabajar con mayor libertad y mayores medios en Francia, su obra completa se caracterizó precisamente por una formidable coherencia pese a todas las circunstancias adversas. Hasta el último día de su vida fue leal a la fiera y ambiciosa estética de su juventud: "Yo quería cualquier cosa, menos agradar". Pero también a un escrupuloso sentido moral, esa gran lección que Luis Buñuel quiso legar al mundo, porque, como él mismo decía, "la imaginación humana es libre, el hombre no".

 

Biografía extraída de La Enciclopedia Biográfica en Línea.

Fuente de fotografía: Flickr

 

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