Era en las noches de luna llena cuando en la aldea abandonada parecía más fascinante. La contemplábamos desde la orilla del río. Cuando la brisa hacía moverse a la hierba alta que allí crecía, ésta semejaba las plantas de los cuentos de hadas moviéndose como en un mar irreal. Pero, aunque era un lugar desolado, como ya he dicho, resultaba fascinante.
Generalmente no hablábamos durante la noche. Pero a la mañana siguiente uno de nosotros le hablaba al otro y sabíamos por la tarde que había conseguido ver a la chica que estaba de pie en la rota terraza mirando la luna y a las gotas de agua del río que semejaban gotas de oro.
No era nada nuevo, aunque nos emocionaba cada vez y nos hacía contemplarlo de nuevo la tarde siguiente.
Cualquiera de los chicos del pueblo hubiera hecho cualquier cosa por ayudarla. Pero sabíamos que no podríamos hacer nada. Ella se hallaba muy cerca, pero pertenecía a un mundo muy lejano. Además, era necesario evitar tentación de enamorarse de ella demasiado. Todos habíamos oído una y otra vez la historia de cómo un galante muchacho de otra época se había enamorado de ella. Había un gran baniano en medio de esta soledad a la orilla del río más próxima al pueblo. El muchacho solía escaparse de su casa y trepar el baniano. Sentado en una rama, vigilaba durante horas la habitación superior de la villa por la ventana ésta. Aparentemente parecía verla sentada en la cama dentro de la habitación con su melancolía habitual. Pero, ¿por qué se hubiera caído el muchacho inconsciente del árbol, no una vez, sino tres? Estaba bien mientras pudieses mirar al fantasma sin que él te mirase a ti. Pero cuando éste te miraba a los ojos te desmayabas.
Finalmente, una noche de verano, desoyendo a los que le aconsejaban prudencia, subió por las decrépitas escaleras y miró dentro de la habitación de la mansión.
Quizá la muchacha estaba durmiendo, ya que se dice que lloró en sueños todo el día.
Él hubiera tenido que ser más prudente. Incluso los chicos de una generación posterior censuramos su prisa y le compadecimos. El estar enamorado ya era bastante peligroso. Y el estarlo de un fantasma era peligroso en extremo. ¿Cómo pudo pasar esto por alto?
Pero él había corrido hacia donde estaba ella y le había besado sin que ella pudiera impedirlo.
Ella había chillado. Muchos la habían oído antes murmurar, llorar o balbucear, pero fue la primera vez que se lo oyó gritar y la última.
Ni tú ni yo hubiéramos oído probablemente este grito, pero un mendigo errante pasaba casualmente por allí. Solía vagar por los cementerios del lugar, llegándose al pueblo únicamente cuando estaba hambriento, cada dos o tres días. También podía entender la lengua de los cuervos y las vacas. Evidentemente, también podía oír cosas que otros no podían. Cuando los del pueblo hablaron de la desaparición del muchacho, él reveló que había oído gritar al fantasma.
Una docena de hombres valientes del pueblo entraron en la mansión al día siguiente. Se habían mojado la cabeza con agua sagrada del Ganges y llevaban trozos de hierro bajo el cinturón para que el fantasma no se les pudiese acercar. Puedo jurar que a ninguno se le ocurrió llevar armas o instrumentos ofensivos. Ninguno hubiera hecho nada contra esa chica.
Hallaron al muchacho tendido en el centenario colchón de la cama de la habitación de arriba. Muerto.
El que había besado a la chica se deducía claramente no sólo por el beso de ésta, sino también por el reguero de sangre que salía de la boca del muchacho. Esto, por supuesto, es el precio de besar a un fantasma.
Era en realidad una advertencia clara. Pero el afecto de las gentes por el fantasma no disminuyó. ¿Qué podía hacer ella si las gentes se enamoraban de ella de esa forma? Ella nunca les había incitado. ¡Ella no había matado al desafortunado amante! No podía hacer nada contra la fatal maldición que separaba su mundo del de él. Durante los cien años que había estado allí ella nunca había tratado de poseer o encantar a nadie.
Quizá fueron más de cien años. En aquella época los frangis cultivaban índigo en grandes extensiones. Se concentraban en Bengala, pero algunos habían marchado a los territorios vecinos, esto es, a Orissa. Sus experimentos dieron resultado en nuestra tierra y pronto se marcharon, dejando tras sí la mansión que habían construido.
Según la leyenda, tres jóvenes frangis habían traído una muchacha con ellos. La habían raptado o traído de los Sundarbans. Era hija legitima de Sahib con una mujer tribal y combinaba la frescura salvaje de la raza de su madre con el pálido rostro de su padre.
Debido a su extraño origen no pudo mezclarse con las mujeres del lugar. Estaba fuera de lugar el que las mujeres de aquí intimidaran con alguien de sangre blanca.
Desde el primer momento la muchacha se rebeló contra sus amos. La castigaron brutalmente. Tras diversos intentos de huida infructuosos, pretendió haberse vuelto más dócil y dejó pasar un año o así.
Pero un día los frangis tuvieron que r a sus negocios. Había una epidemia de viruela en el área de los frangis, por lo que estos evitaban el contacto con los nativos, y marcharon a la ciudad. Cuando la corriente era favorable sólo se tardaba un día.
Su bote llegó a la ciudad un poco tarde, a la mañana siguiente. Una bandada de cuervos excitados rodeaba la embarcación. Los tres frangis yacían exánimes alrededor de una comida a medio consumir.
La chica les había hecho la comida. La había condimentado con el veneno más mortífero que encontró.
En un desesperado intento de librarse, la chica había tenido un cómplice, el guardián de la mansión, un individuo taimado que había servido a la compañía durante muchos años. La muchacha sabía dónde habían escondido los frangis su oro y su dinero. El plan era que ambos escaparían con las riquezas. Pero al nada más descubrir el botín, el hombre la apuñaló y desapareció.
Tres días más tarde llegaron más frangis. Obligaron a los del pueblo a punta de bayoneta a enterrar el cuerpo de la chica y a buscar al asesino en cada casa. Hubo que traer de los pueblos de al lado de una gran cantidad de agua del Ganges para purificar las casas que los frangis habían contaminado con su presencia.
Pero todo esto desvanecía en un recuerdo lejano. La gente sólo refería a estos incidentes en forma casual. No les interesaba lo que pasó con los frangis o con el asesino de lo chica. Sólo la chica les importaba – esto es, el fantasma de la chica. Siempre consideramos como nuestra, aunque sabíamos bien que era diferente. Además de ser un fantasma, era de sangre blanca, sangre que había venido de más allá de los siete mares. Aunque aquella sangre había perdido mucha importancia al convertirse la chica en un fantasma, no pudimos evitar el tenerle más respeto por sólo esta cuestión.
No había ninguna fiesta – de nacimiento, matrimonio o murete – en que no se hiciera una ofrenda en la villa, por la noche. Algunos jóvenes llevaban la comida en cacharros de barro. También llevaban una lámpara de barro. El grupo siempre solía ir encabezado por un hombre adulto, generalmente el pándit principal de la escuela. Los pequeños sólo podíamos presenciar el acto a cierta distancia. Después de haber puesto los cacharros de barro entre la villa y el baniano, el pándit decía: “Desdichada muchacha, he aquí tu parte de la fiesta ofrecida por fulanito de tal en tal ocasión. Queda satisfecha. Y guarda al pueblo de todo mal en la medida de su poder. Nunca hemos tratado de perturbarte, ¿no es así? No, nunca. ¿Y por qué no? Porque te consideramos como una de nuestras hijas. ¡Qué Dios te dé la paz!”
El grupo abandonaba el lugar sin volver la cabeza.
Y se suponía que nadie tenía que mirar hacia la casa después. Pero nosotros lo hacíamos, encondiéndonos de los adultos, desde nuestro lugar favorito a la orilla del río. Sentíamos algo misterios en la tremolante llama de lámpara de barro y en la danza de las fluctuantes sombras. Nuestros cabellos se erizaban de miedo.
La lámpara se apagaba pronto. “Naturalmente, no quiere que la veamos comer” decía uno de nosotros; y la dejamos sola.
“Pero ella obedece al pándit, ¿no? Él sabía cómo hay que hablar con ella”, decía el alumno preferido de éste, cuando nos juntábamos de nuevo con los de la fiesta. “¡Quién no le obedece!” se le contestaba.
Sin embargo, siempre tuve la impresión de que cuando el pándit le rogaba que protegiese el pueblo del mal, lo que quería decir es que no le causara ningún mal a ella misma. Sus palabras implicaban una amenaza. ¿Qué es lo que quería decir, si no, cuando recalcaba que nunca habían tratado de importunarla o molestarla?
Yo me sentía avergonzado. Ella era tan inocente y tan buena… ¿Por qué el pándit tenía que ser tan hipócrita con ella?
Al final de los días de verano sopló un viento caliente en las tardes. En aquellas horas y a excepción del viento, todo permanecía desaparecido hacía mucho. El viento, explorando violentamente todos los rincones de la mansión, producía una rara variedad de sonidos y ruidos. No sé por que e fascinaban esos sonidos. Mi padre quería que me durmiera, pero yo me sentaba en la cama y escuchaba intencionadamente los sonidos. Sentía el deseo secreto de ir a la mansión, sólo para darle a la muchacha un rato de silenciosa compañía. Pero temía que no entendiera mi propósito. Eso era lo que me detenía.
Un día, sintiéndome un poco orgulloso, tuve que admitir que me había enamorado; y me sonrojé. Quizá los otros chicos del pueblo sentían lo mismo que yo. Nunca se me ocurrió pensar que la chica era algo así como cien años mayor que nosotros. Un hombre sabio nos había dicho que cuando las personas se vuelven fantasmas ya no aumenta nunca su edad.
La cosa sucedió cuando me estaba preparando para el examen de enseñanza media; entonces llegaron las noticias. El gobierno había decidido demoler la antigua mansión y utilizar la tierra para otros fines. No es de extrañar que olvidáramos nuestros estudios y fuéramos junto a la escuela para escuchar las conversaciones de los mayores al respecto.
“¿No podemos pedirle al gobierno que haga una excepción con la mansión?”.
“No. Desde el momento en que el terrateniente local se arruinó, la tierra pasó a ser del gobierno. Y el gobierno no tiene ninguna consideración con los fantasmas”, dijo el alcalde del pueblo, siguiendo a su afirmación un silencio prolongado lleno de toses y de bostezos.
De pronto, dos o tres dijeron “¡Es verdad, es verdad!”
“Pero, ¿qué pasará con la chica? Ella ha vivido allí durante años, nunca nos ha hecho ningún mal. Hay muchas razones para creer que es un fantasma benéfico”.
Ahora más voces dijeron “¡Es verdad, es verdad!”
La discusión continuó durante largo rato. Todos estaban de acuerdo en que había que hacer algo por la chica. Pero nadie una casa de sobra para ofrecerle. Y, por muy bueno que sea, un fantasma siempre es un fantasma y el tenerlo en una familia no era una propuesta práctica. Pero, si no se hacía nada por él, indudablemente acabaría instalándose en la casa de alguien.
Quizá era ya la medianoche cuando se llegó a una decisión. Mucho antes de esto, nuestras madres o nuestros tíos nos habían hallado detrás de la tapia y nos habían llevado a casa.
A petición de los vecinos los trabajos de demolición se retrasaron algunos días. En un día auspicioso, un sacerdote famoso, especialista en necromancia, había llegado de lejos. Era alto y corpulento y llevaba una señal redonda roja en la frente. Llevaba un collar de cuentas que se nos dijo que estaba hecho de huesos de una bruja famosa. Nunca sonreía.
Fue un día de melancolía para todos. Además, el día fue brumoso, con nubes y llovizna de cuando en cuando.
Prácticamente todas las familias llevaron algo de comida – arroz, plátanos, cocos dulces, o pasteles - para ofrecérsela a la chica. A nadie se le impidió presenciar la ceremonia y, por ello, todo el pueblo se congregó alrededor de la mansión. Muchas personas, especialmente mujeres y niños, atravesaron por primera vez los límites de la finca.
Los asistentes estaban colocados en semicírculo en la veranda. Frente a ellos el sacerdote colocó un paquete y quitó su envoltura. Era una calavera humana. Había también un bastón hecho con un hueso. El sacerdote recitó algunos mantras mientras trazaba figuras en el aire con el hueso, y entonces, con la cara enrojecida, gritó: “¿Dónde está ella? Ya he pronunciado mi orden tres veces. Tenía que haber aparecido inmediatamente ante mí. ¿Cómo se atreve a ser tan obstinada?”
El alcalde dijo, como disculpándose: “Baba, debe estar durmiendo arriba. Generalmente no duerme por la noche.”
“Entonces subiré y la traeré de una oreja. Se dará cuenta de que yo nunca me voy de vacío”, gritó el sacerdote, comenzando a subir escaleras.
Nos miramos los unos a los otros sin saber qué hacer. Teníamos ganas de llorar. ¿Nadie le había dicho al sacerdote que no queríamos que se le tratara con dureza?
Se podían oír los pasos del sacerdote subiendo. Luego se le oyó gritar algo incomprensible y el sonido de su voz hizo aparecer gotas de sudor en nuestros rostros, pese al fresco de la mañana.
Pronto regresó, triunfante y dijo en tono de mandato: “Aquí. ¡Come todo lo que quieras y luego abandona la casa!”
Ya casi habíamos dejado de respirar. El sacerdote nos miró satisfecho y de pronto dijo en alta voz:” ¿Qué? ¿No vas a comer? Esto no va a ablandarme. Comas o no, debes dejar villa y abandonar el pueblo ahora mismo.”
El alcalde se las arregló para decir: “Baba, quizá debas esperar un poco. Nunca nos ha desobedecido. Comerá. Por favor dile que se lo pedimos todos. Nuestras mujeres le han traído estos regalos con mucho amor.”
Pero el sacerdote no parecía importarle esto. “¡Se va! ¡Abrid paso!”, nos gritó. Inmediatamente la multitud hizo un camino.
Ella no comió. Pero cuando le ordenaron que se fuera, lo hizo sin dilación. Nosotros no la vimos, esa es la verdad. Pero sentimos lo dolida que debió quedar. Nos sentíamos pequeños en extremo.
“¡Venga! Así está bien. Yo te guiaré!”, dijo el sacerdote, guiando por entre la multitud al invisible espíritu con el hueso con el que recogieron la calavera y todas las viandas, creo.
Todos seguimos al sacerdote. Dejamos el pueblo atrás y caminamos a través del prado como una milla, bajo la lluvia torrencial.
“¡Alto!”, gritó el sacerdote, deteniéndose debajo de una palmera. Entonces dijo palabras extrañas, golpeó el árbol con el hueso.
“Desde ahora en adelante, ésta será tu morada. ¿Entendido?” el sacerdote comenzó a mirar lo alto de la palmera.
Entonces volvió hacia nosotros y nos dijo en tono orgulloso: “Nunca podrá dejar el árbol. La he atado a él.”
Todos nos volvimos. Los chicos iban con las mujeres, silenciosos, mientras los hombres rodeaban al sacerdote que iba delante.
Caminábamos en silencio. Pero en un momento dado, alguien comenzó a hipar. Todos lloramos entonces en la voz más baja posible.
Cuando llegamos al pueblo los obreros ya habían comenzado a derrumbar la villa. La lluvia haría su trabajo fácil, le dijo el capataz del acalde.
Después de tres o cuatro días de lluvia el cielo se despejó. La luna apareció brillante y los muchachos se reunieron a la salida del pueblo para jugar. Pero no jugábamos con interés. Alguien dijo: “Aquí el suelo no está bien. ¿No veis que está aun húmedo? Vamos al prado, donde estará seco.”
Tan pronto como dijo esto corrimos hacia allí. Pronto estuvimos cerca de la palmera y dedicados al fuego. Jugamos hasta la noche, contentos de estar cerca de nuestro fantasma.
Y volvimos allí cada tarde durante las vacaciones del verano.
Al final de las vacaciones marché a la ciudad a estudiar en un colegio. Nunca antes había vivido en la ciudad. Pronto estuve ocupado en un sinfín de diversas actividades. Me olvidé por completo del fantasma.
Tres meses más tarde, tuvimos vacaciones para el Puja y volví a mi casa. Desde la parada del autobús tuve que andar unas millas para llegara ella. Estaba contento. De repente, al cruzar el prado mis ojos se fijaron en la palmera y durante un momento quedaron paralizados. La palmera estaba muerta. Un rayo la había destrozado. Sus ramas estaban quemadas.
Comencé a andar de nuevo con el corazón abatido. Durante la quincena de vacaciones ninguno de los chicos habló de la muchacha. Y como era la estación de las lluvias no se podía jugar en el prado. Gradualmente, paso la edad de los juegos infantiles y mis visitas al pueblo se hicieron más raras.
La nueva generación de chicos del pueblo era muy diferente, muy ignorante. Se asustaban de los fantasmas.
Manoj Das
El cuento Adiós a un fantasma de Manoj Das fue extraído de el libro Cuentos de la India Contemporanea, publicado en 1985 por el Consejo Indio de Relaciones Culturales, Azad Bhavan, Indraprastha Estate. Impreso en Nueva Delhi.
Manoj Das nació en 1934. Es esencialmente un escritor de cuentos que escribe con la misma facilidad en oriya y en inglés. Ha publicado varios libros en la India y en el extranjero. Sus mejores colecciones de cuentos en oriya y en inglés se titulan Katha o Kahani y The Crocodile´s Lady and other stories. Entre los diversos premios que ha obtenido se cuentan el de Sahitya Akademi y el Sarala Puraskar. Trabaja en el Centro de Sri Aurobindo de Educación de Pondicherry.
Fotografia: Wikipedia.
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