COSAS DE LA ABUELA
Estoy muerta, lo juro. ¿Por qué no me creen? Mi hija me ignora; mis nietos se burlan cuando les digo que los gusanos se comieron mi corazón. Ya les expliqué que una noche mientras dormía un mosco puso huevecillos en mi boca; la saliva los llevó por todo mí cuerpo. Como sanguijuelas se fueron devorando mis vísceras hasta dejarme hueca. Uno de estos días, comerán mi lengua y ya no podré hablar. Al principio me creyeron y llamaron al matasanos, el méndigo dijo que tengo… algo así como que estoy mal de la cabeza y para morirme le cuelga. A veces pienso que ellos también están muertos y por eso no me hacen caso. Insisten en traerme de comer, pero, ¿cómo voy a hacerlo si no tengo estómago? Cuando abro la boca sale la fetidez, por eso hago buches con agua de yerbas molidas que corto del patio. Estoy podrida, apenas soy un costal de piel y huesos duros de roer. ¿Por qué no me entierran? Vestido y zapatos blancos bien puestos, como una novia, lista para irme al cielo antes de que los gusanos se coman lo que queda de mí, entonces sí se van a arrepentir de no tener muerta qué velar. Tengo cirios pascuales y las flores de las macetas pueden servir para mi funeral. “Cosas de la abuela”, “Ya está chocheando, no le hagan caso”, “Le patina el coco”, “La vieja está loca”, alcanzo a escuchar que dicen mientras comen. Ya los quiero ver bien muertitos y que anden mendigando entierro como almas en pena. Hoy no oí sus burlas durante la comida, andan muy calladitos. No han pedido funeral después de que puse en el salero el talquito blanco para ratas. Espero que ahora sí me entiendan.
SERVICIO AL CLIENTE
¿Dónde está el probador?, preguntó con cinco prendas en las manos al tiempo que se quitaba los lentes de sol y fijaba su mirada felina en mi rostro. Hasta ese momento supe que no era mexicana, quizá peruana o chilena. La conduje al pasillo donde estaban los probadores, -el que guste, todos están vacíos. Si necesita algo me avisa, - dije, y seguí con el inventario que no cuadraba. ¿Tendrá cirugías?, demasiado delgada, demasiado… Señorita, ¿viene por favor? ¿Puede subirme el zíper? Su espalda bronceada, sin marcas mostraba su gusto por la playa y por qué no, toples. Con cuidado deslicé el cierre evitando pellizcarla. Su mirada de gato me observaba por el espejo. Sonreía sin parpadear. ¿Te gusta?, preguntó al dar la media vuelta y quedar frente a mí. Le queda bien. ¿Y el escote? Sus pechos me incitaban a tocarlos. Contuve la respiración y la ayudé a bajar el zíper. Alcancé a ver el tatuaje al final de su espalda; una orquídea. El Chanel No. 5 me llevó al día que tuve mi primera experiencia con una mujer a los trece años. La maestra de biología, con el pretexto de explicarme cómo funciona la sexualidad, me tocaba las piernas. Estábamos solas en el laboratorio de la escuela, cuando tuve mi primer orgasmo, y de ahí muchas veces más hasta que otro maestro nos descubrió y vino la catástrofe con mis papas. Me llevaron a terapia por más de cinco años. La psicóloga aseguró que fue una etapa de indecisión, pero que ya estaba definida. Así lo creí. Verás, mañana regreso a mi país y quiero llevarme un lindo vestido de tu tierra. Espero que alguno le agrade, pronuncié perturbada por el calor y mis pensamientos. La mujer, con su mirada y sonrisa, insinuantes dijo, -tendrás una buena propina. Volví al mostrador, ¿qué me pasa? ¿qué habrá sido de la maestra? ¡no me había vuelto a pasar esto! Si papá viviera… ¿Me ayudas? ¡Voy! Me se sequé el sudor y acomodé mi cabello liberando el cuello que escurría. Cuando llegué al probador, la mujer con toda intención, dejó resbalar el vestido por su cuerpo casi desnudo mientras clavaba de nuevo su mirada en el espejo que rebotaba sobre mí haciendo pedazos mis nervios. La escena me sorprendió. La firmeza de sus nalgas con un diminuto hilo negro develó mis deseos. Me humedecí. ¿Qué pasa? ¿Me ayudas a recogerlo? Me incliné a levantar el vestido. Creí percibir el olor de su sexo. El calor empañó el espejo ocultando mi ansiedad desbordada. La piel enrojecida, a punto de ebullición. Cinco años de terapia, se habían diluido como mi sudor en unos cuantos minutos. Puedes retirarte, dijo con cierto desdén y corrió la cortinilla detrás de mi espalda ante mi huida. ¿Fue mi imaginación o tenía la misma expresión mezquina de la que fuera mí mentora? Pocas palabras. Miradas capaces de penetrar en el resquicio del pudor de cualquier inexperta como yo. Su desnudez desentrañó mi preferencia que la terapia había encubierto con un novio con el que no llegaría a ninguna parte. Deseé regresar años atrás y disfrutar sin culpas, cuando el laboratorio era el sitio ideal para experimentar eso que decían los libros. Ahora esperaba inquieta la voz del vestidor pidiéndome ayuda, pero ella no lo hizo, apareció segura y dijo: -Me llevo uno-, y asentó en el mostrador las cuatro prendas restantes y un manojo de billetes mayor al costo de su compra.
Aída López (1964) Mérida, Yucatán. Psicóloga con especialidad en Tecnología Educativa. Diplomada en Creación Literaria por la SOGEM Guadalajara y la Escuela de Escritores de la Secretaría de la Cultura y las Artes de Yucatán. Colaboradora en periódicos y revistas locales, nacionales e internacionales. Seleccionada con narrativa y poesía en antologías locales y nacionales. Ganadora del Concurso Nacional de Cuento convocado por Escritoras Mexicanas. Antalogada y traducida por el PEN Francia con poesía. Miembro del PEN Internacional sede Guadalajara.
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