En la gran ruta

 

C’est la vraie marche. En avant, route.

 

                                                                                          Iluminaciones,  Rimbaud

 

 

 

Y cómo no lo iba a hacer, cómo no iba a ser

 

si el camino era, cómo no iba a andar a pie

 

si mi paso era de viento, si el vivir no sabía del

 

fiel de la balanza, andar a pie -decía Thoreau- 

 

es la manera de llegar más lejos, y yo, y yo

 

de los veinte a los treinta quería conocer todo,

 

conocía todo -figuras italianas ritmadas

 

a la más alta pintura, catedrales sin Dios,

 

calles medidas según la sombra o luz, plazas

 

del tamaño de una aguja, conventos coloniales

 

donde el diablo hacía planes con la muerte,

 

riberas melancólicas del Arno, el Sena y el Danubio,

 

largos muelles del Jónico en la punta de los dedos-,

 

conocía el paso leve de los años, el peso de los daños,

 

escandía el endecasílabo y mi propia manera de avistar:

 

allá, a ojo de pájaro, vislumbro Barcelona gris

 

en Año Nuevo, Andalucía con mujeres tan bellas

 

que Dios se sorprendió de su creación, Cáceres

 

perfectamente puesta en la piedra medieval,

 

Salamanca de tarde en el mañana

 

en el múltiple ayer que ya os decía,

 

Ávila con el hábito de Teresa

 

a ras de pasto, Segovia en el recuerdo fresco

 

de Martha delgada en fuente grande, Madrid mustio

 

con aire de provincia y con la bota del déspota

 

en el rostro que a muchos alegraba,

 

y yo era veloz y fuerte, melancólico y violento,

 

y me iba, ya lo dije, caray, me iba

 

cambiándome la máscara según el teatro,

 

me iba repitiéndome la línea de Eliot:

 

“No hasta luego, sino adelante, viajeros”.

 

Pero en los treinta y cuarenta, con el

 

paso de los años, con el peso de los daños,

 

en efecto, sí, aún así lo veía todo,

 

oía todo, todo lo quería hacer mío:

 

escúchese el Mediterráneo al pie de Cabo Sounion,

 

el gorrión bajo el ciprés al mirar el mar en Sami,

 

el olor del jazmín o del geranio en la mínima Karlóvassi

 

-aquel verano cuando Ritsos veía cerca el fin,

 

cuando Elytis, en su casa de Atenas veía cerca el fin-,

 

castillos y ríos de la Provenza, colinas dulcísimas

 

de Italia, ay, aquella verde Austria

 

 –biblioteca, bosque, ermita, escaparate- con

 

personas amigas  que me dieron la mano en un país

 

tan pequeñamente grande, tan áspero y

 

oscuramente bello, en fin, me iba, ya dije, me iba

 

con la máscara gastada por la distorsión de hechos,

 

por la fatuidad caída en tierra del Miserere al

 

De Profundis, me iba, me iba diciéndome

 

la línea de Eliot:

 

“No hasta luego, sino adelante, viajeros”.

 

Pero otra vez el paso de los años, el peso de

 

los daños: los cincuenta y sesenta, la furia

 

de la hoguera en el furioso pecho,

 

creyendo ser de nuevo totalmente

 

el de los pies de aire, el velocísimo caballo

 

llevándose en montura la América Latina,

 

pero el paso callaba, el paso se paraba,

 

y yo en el despaso, ay, despacio me veía:

 

la ceniza en la frente, el navío del corazón

 

hundido a pique, el diapasón llorado en la,

 

el maquillaje sucio en la cara del payaso,

 

que dolido, con las armas melladas,

 

se presenta en el círculo del circo y arroja

 

las máscaras con ira pues ya no sirven

 

para esconder nada ni engañar a nadie.

 

¿Seguir adelante?, sí. ¿Decir palabras como otrora,

 

antaño o hace ya tiempo?, sí, ¿Valió la pena

 

la vida?, sí, ¿Me enorgullece haber visto y

 

viajado como lo hice?, sí. Pero al menos,

 

al menos contéstenme dos cosas:

 

¿Dónde quedó lo que yo anduve? ¿Cómo saber

 

si lo vivido fue?

 


 

Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración  con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de Melilla, España.

 

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