AGUJERO NEGRO
Ahí estaba
el cadáver del perro
en el centro del jardín.
Nos esperó su muerte
las dos noches, brillando de sed
bajo la luz inútil de la luna.
Imagino la escena desde la ventana,
la lenta transformación del cuerpo
en materia, en hueso, en aire
venenoso. Mis ojos
sobre su lenta huida de sí mismo,
implosión de estrella diminuta,
agujero negro en el corazón
del pasto, a dos metros exactos
del ave del paraíso,
atada a su tallo y moribunda,
impedida para el vuelo, imposible
soltar amarras y convertirse
en ave carroñera y saciar su hambre.
Ahí, en el centro del jardín, empezó el mundo:
me mostró el perro su destiempo, su hundirse
en sí mismo y el acto a voz en cuello
de la muerte. Desde entonces
gira mi vida rigurosa, mis días en ciernes
espirales, en torno al sitio exacto
de su cuerpo. Y éste se traga mi pasado,
devora días y obras,
el jardín y su casa que hace años no existen,
las comidas de domingo,
el piano desdentado y la abuela
sentada al tocador con sus perfumes,
cada frasco, cada olor ennegrecido,
la vajilla suspendida, girando
ante la gravedad enorme de ese centro,
en el que se desliza sin luz toda mi vida
y las horas y días que se han ido
y los años que me faltan
para siempre.
ORFELIA LIMPIA EL CLÓSET
Aún tengo en el clóset el vestido
de novia sin usar y no sé dónde
comprar la naftalina. Esto es algo
que me preocupa últimamente.
Para empezar, me inquieta
no conocer el olor de alquitrán blanco.
No tengo ese recuerdo, ninguna abuela
se desvivía en recorrer con manos maceradas
sus primeros motivos, esos días
en los que sí vivía de a deveras, años
traducidos a tela, encaje, dobladillos.
Y ahora más que nunca me duele
todo lo que no tuve y al no tener
no será recordado. No conozco
el olor de la naftalina. Es más,
no sé dónde comprarla. Es urgente.
Imagino polillas negras, sus alas con ojos,
recorriendo mi vestido blanco:
filamentos y antenas: muselina y encaje.
No quiero alimentar insectos,
mariposas de hábitos nocturnos.
Mejor que permanezca
con sus horas en blanco, sus páginas
que al no decir nada son capaces
de contenerlo todo: lo que ya no, el siempre
cortado al sesgo, rematado, el donde
no estuvimos, quienes ya no seremos.
Porque nosotros no, quiero
que el vestido permanezca, pretina,
lentejuelas y abalorios, sostenidas
todas sus costuras
por el hilo blanco de la trama
de una vida que ya no fue la nuestra.
En cualquier momento
podría ponérmelo y volver
a la persona que fui
como a la página favorita de un libro
que amamos y de tanto leerla se abre
exactamente en el mismo sitio.
Poder decirle al tiempo: esto.
Este instante que no pasó. Que siga
pasando para siempre.
O tal vez sería mejor las polillas,
en la noche perenne y polvosa de los armarios,
se alimenten de él a demanda
como de leche materna
dulcemente añejada en encaje y muselina.
Para que crisálida y oruga
crezcan y de la tela, antenas,
se conviertan en lo que deben ser
y vuelen, ala con ala, se levanten.
Serán la vida no vivida
que tomó vuelo y desenvoltura.
Serán ellas descendencia. Llevarán
mi vestido de novia
por los aires, volando
más ligero que nunca,
traducido a nutrientes,
sustento, sustancia de otra vida
a la que no le pondremos nuestro nombre.
Serán lo que no fuimos.
Porque no es absurdo ni terrible
querer que los insectos
sean lo único
que sobreviva de nosotros.
CAÍDA
Si una persona cae libremente,
no siente su propio peso
Albert Einstein
luego de caer y caer tanto
a pesar de estarnos quietos, apacibles,
en el viejo sillón, llenos de nuestros cuerpos,
luego de aprender que nada está, realmente,
quieto, de saber que la caída no termina, luego
de retar a la noche en decúbito supino
y saber que aun así caemos,
luego de tanto caer a ras del suelo,
luego de por tierra ser cortados,
luego de caer tan abatidos
en un vértigo de células caducas,
cada segundo un poco menos,
cada mes desangradas, casi otras,
luego de comprender que nunca
hemos tocado verdaderamente
fondo, luego de escuchar la caída roja
de la fruta en el pasto
y saber de pronto la gravedad de las cosas,
luego de decir “de este árbol no comeré”,
luego de multiplicarse nuestro dolor
en progresión geométrica y mirar
el efecto de la caída en vasos,
platos, floreros y de fragmentos
discernir la forma, de esquirlas, esquinas,
luego de atravesar calles a destiempo,
buscando hacer pie en los vendavales,
en la ciudad sin fin ni nacimiento,
cayendo al principio de las cosas,
desplomándonos cada segundo en círculos,
involucrados sin permiso en el girar de la tierra,
en su inclinarse al sol debidamente
luego de este caer concéntrico,
empedernido, esa
otra caída a todos lados,
el desplomarse de planetas
que olvidan el consuelo de sus órbitas,
soles errabundos y sistemas,
galaxias
que se expanden
y se enfrían,
cayendo al fin
sin ningún referente,
sin punto fijo
que nos diga cómo,
qué tan rápido
caemos, enfermos
de esta gravedad ajena,
de esta velocidad
desperdiciada, incrédulos
de que así se sienta la caída,
de saber que aun ahora
caemos
inmerecidamente
abandonados
al abrasivo canto
de las estrellas
a su insistente
diálogo de luces,
luego de pensar
que a lo caido caido
y atenerse,
aunque no quede
ni un ápice de duda
donde colocar
la cabeza
o el cansancio,
luego
Elisa Díaz Castelo. Ciudad de México, 1986. Ganadora del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020 por El reino de lo no lineal, del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 por Principia y del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019 por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong. Con el apoyo de las becas Fulbright-COMEXUS y Goldwater, cursó una maestría en Creative Writing (Poetry) en la Universidad de Nueva York (2013-2015).
Fotografía de portada tomada de la página de Facebook de la autora.
Semblanza tomada de la página web estepais.com
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