No me gusta que me lean; necesito leer yo mismo. Paladear las texturas, aunque lea mal para los otros. No leo para los otros. Si otro me lee es como si fuera voyeur, en vez de amante y vidente.
Lee mal para mí el actor. Lo siento embebido en su empeño de actor, y no en la poesía. Vestigios de ella escapan a su pericia elocutiva. Se salvan a pesar de todas las tramoyas. Los poemas son personajes en busca de lector.
Y si me lees el poema como si leyeras el periódico, te lo agradecería, aunque no quedara satisfecho. Al leer yo mismo, mis ojos y mi memoria retroceden a estrofas o líneas anteriores o de poemas no escritos. Y de esa organización que fundo emergen los tesoros secretos. Sin mover los labios mentalmente, hago pausa y levanto mi fábrica de música y significaciones ajenas a las palabras que leo. Entonces no sé si estoy leyendo: voy como más adentro, por camino propio. Es el poema el que me sigue. El que intenta leerme. El que me lee.
Cuando siento que el poeta me lee, cuando es mi satélite, descubro que sabe decirme algo. Aquel otro tiene metáforas en cada línea, como un prestidigitador de quien ya conozco los trucos para sacar conejos o listones de colores. Y como lo esperaba, como ya sabía por su disfraz de mago lo que haría, me deja impertérrito, y hasta un poco rencoroso. El atuendo y los reflectores sólo ponen tedio sobre su bullicio.
El poema es siempre intuido de distinta manera. Cambia de forma, de color, de resonancia, según la luz de mi ánimo. Mi ánimo lo hace poema aunque esté hecho. Lo corta y lo pone en el florero. Lo echa a volar. Sin la lectura yace olvidado de sí. Su ser no es amado. Al amarlo se enardece, solloza o clama, afirma, necesarias todas sus palabras.
A muchos poemas les sobran palabras, líneas. En todo un bloque hay a veces palabras inesperadamente reunidas, imágenes que abren un infinito hasta entonces ignoto. Me trago el fárrago por aquel instante de pez en el cielo. A veces, el fárrago fue obligado para provocar, por fin, una deflagración.
Poesía obesa o adiposa. No hay paseo por el bosque maravilloso. Es un marcar el paso autómata, triste y sobrante. Se advierte que dentro del mecanismo no hay estilo. El estilo no es mecanismo. Mecanismo, ese amontonar sentencias que aun con escasa imaginación, se podría prolongar hasta mayor aburrimiento. Nada es inútil en la línea esbelta: sobre todo, los tácitos silencios. Un surtidor de pájaros con velo más insigne que la decoración imaginista. No hay decoración.
Irrepetible es el poema: cabal en sí, sin fin e interrumpido, nace de cada lectura. Movimiento perpetuo. Se consume en su propio fuego y torna a renacer porque guarda potencia a la cual la nuestra revela. Rebela.
La intensidad de un poema depende también del lector. Un lector de poesía lo crea diferente cada vez que lo ama. El mismo amor siempre distinto. Nunca se repite la lectura del mismo poema. El hallazgo es otro. Se repite un acto mágico que produce e incandesce nuevas florestas de los íntimos cielos ocultos.
El lector no es el mismo siempre: tan vario como el poema. La coincidencia entre ambos difiera en profundidad. A veces hay bifurcación: no se encuentran. La calidad del poema no depende sólo del lector: es un hecho en sí. El lector es un canto rodado pulido por la poesía. Como el poema el lector se forma por intuición y disciplina. Por genio poético. La calidad del lector es un hecho en sí. El poema se pule con los cantos rodados. El río se pule con los peces, como los peces con el río.
El poema allí está, múltiple, tal cual es. Le doy alas poderosas de reflejos inauditos. Limpio la pátina de rutina que dejaron generaciones, y el poema es irreconocible hasta para su autor ignorante de los ecos que despierta: se equivoca con sus criaturas. En donde estaba seguro de que saltaría una conmovida y profunda percepción unánime, mis ojos pasan sin entusiasmo, cumpliendo una órbita acaso necesaria.
El poema tiene sus momentos. Sus cimas instantáneas. La frecuencia de ellas: su intensidad. Leerlo es desnudarlo para que surja el portento. Sus galas son hermosas o modestas, coloridas, vibrantes, apagadas u opacas. Llegar a su misterio móvil, fluido, sin término escurriéndose como jabón solar. Baja la burda tela, qué cuerpo tan bello. Qué precario cuerpo escondían las galas.
Su tiempo y espacio son centrípetos. Me arrastran en sus vórtices hasta el ombligo siempre más remoto. Allí empieza otro invertido cono redondo de proporcionada fuerza centrífuga. Clepsidra en la cual, simultáneamente, la eternidad fulge en rumbos opuestos. Tal conciliación de lo inconciliable me da la suprema, emocionada alegría pensativa de la palabra que danza. Está despierto mi deseo metafísico. Descifra las nubes que me descifran. Soy las nubes. Saca agua cristalina de mis peñas estériles. Hago cielos por mis bordos rotos. Ignoraba esos veneros que se manifiestan milagrosos e increíbles, al hacer el amor y el odio, como los soles del poema.
Algo y veo el palpo la concreta forma asunta en mi pasado, mi presente y mi profecía. Leo con todo el cuerpo. Se vive en el tiempo reunido en sus tres presencias. Unidad absoluta. Espacio y tiempo se biselan con tal culminación. La palabra está en su colmo, yéndose aún más lejos y más alta. Por la alquimia de su ayuntamiento sus más remotas estrías aparecen de golpe en inacabables significaciones que las sobrepasan. Siempre son desconocidas, oscuras y secretas. Al conocerlas, encenderlas y revelarlas, estoy conociéndome, revelándome.
Leer es perderse. Desbordar las corrientes que se encauzan por mis meandros. Encontrarme con el otro. Una simiente de sueño ha caído en mí cantando en círculos que eluden mis lindes elásticas. Simiente si miente dice verdad. En ondas me diluyo de pronto con aristas de mármol o luz negra. Ya no hay otro yo mismo. Soy todos yo mismo. Todo yo mismo. Estoy en el laberinto descifrándolo, confundido con mi propio laberinto. Un solo laberinto sin hilo.
A veces, la poesía me atraviesa sin huella, sin irisación alguna. Vacío muerto. Naufragio. Como si no estuviera escrita. No hay lector. Ni yesca ni pedernal. Mi prisma descompone la luz del poema, rica de más colores que la luz que conozco. Me asomo narcisistamente e invento mi imagen, o me sorprendo de que no hay reflejo alguno. Toco el espejo y no se me mojan las manos. Me niega el espejo: no sé crearlo. Espejo generador de imágenes distintas, porque yos distintos se asoman a él. Muro de rebote. Si no le ofrezco tal fertilidad, las pelotas no se vuelven pájaros. Hay diálogo de imágenes. Se ha creado nuevo lenguaje. No es el del poema ni es el mío. El poema se ve en mí. A la vez que en él me veo. Si monologo —sólo con mi propio lenguaje—, no estoy leyendo. No estoy descifrando ni descifrándome. Si monologo sólo con el lenguaje del poema, soy mal lector.
A un poema no se le comprende o lo que en él se comprende es lo innecesario. Tengo que esclarecerme con la oscuridad deslumbrante del poema oscuro. Porque estoy danzando con música que no es la mía, me siento grotesco y descompasado. Ausentes, mi agilidad, mi posibilidad de levitación y ubicuidad. Lenguaje danzado de las abejas.
El poema puede comprenderme; es decir, quitarle ventajas a mi momia. Animarla. Rana galvánica que carga la pila. Tu mundo orgánico y el mundo mineral sólo son uno. En mí están, por fin, en la Quinta estación, los tres reinos y los cuatro elementos. Por fin, es real la realidad. Hacer la realidad es el sueño de la poesía. El sueño de la realidad. La realidad del sueño. La poesía de la realidad y el sueño. La realidad y el sueño de la poesía.
El disco es ciego, mudo, pavonado. Su noche está cargada de tormentas o nuevas constelaciones. Me incumbe hacerlo cantar. De mi acústica depende la amplitud del espacio que adentro me abre. Mi percepción inagotablemente otra —a veces más alto el voltaje, a veces más bajo—, desentraña el caudal, mi resonancia. Hay días nebulosos para recibir la poesía.
¿Por qué me haces caso? Nada es cierto de todo lo que he dicho. La verdad de la poesía siempre está en otra parte. Hacia ella empezaba a encaminarme, girando en el mismo sitio, peonza lúcida de nostalgia del infinito. Y sigo bailando inmóvil, estatua de sal por haber vuelto la cabeza hacia la tierra prohibida de la que nunca terminaron de expulsarme. Expulsión lograda y fallida. Un eco que no se amengua en otro eco, sino que conserva su vigor o lo acrecienta: a cada bote salta más arriba del punto desde el cual se desploma. Discóbolo, he perdido el disco ciego, mudo, pavonado, al lanzarlo: alumbré nueva estrella en nueva constelación.
El presente ensayo fue tomado de “México en la Cultura”, núm. 301, revista Siempre!, 27 de noviembre de 1967.
Luis Cardoza y Aragón. Nació en Antigua, Guatemala, el 21 de junio de 1904; muere en la Ciudad de México, el 4 de septiembre de 1992. Ensayista, narrador y poeta. Radicó en Estados Unidos y en Francia donde se relacionó con los surrealistas. Se estableció en México de 1932 a 1944 y se integró activamente a la vida cultural de este país. Regresó a Guatemala, donde dirigió Revista de Guatemala. Fue ministro en Noruega, Suecia y la URSS. Más tarde salió de Guatemala por motivos políticos y se estableció en México nuevamente. Trabajó en Radio Universidad; fue investigador de Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM; fundó y presidió el Movimiento Guatemalteco por la Paz y la Casa de la Cultura de Guatemala. Publicó numerosos ensayos sobre artes plásticas y semblanzas de pintores mexicanos. Colaboró en Cuadernos Americanos, Diorama de la Cultura, El Día, El Gallo Ilustrado, El Nacional, Excélsior, La Cultura en México, México en la Cultura, Novedades, Plural, Revista Mexicana de Cultura, Revista de la Universidad de México, Sábado y Unomásuno. Recibió la Orden del Águila Azteca en 1979. Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío 1986, Nicaragua. Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas 1987. Premio Pablo Neruda 1990, URSS. Premio Mazatlán de Literatura 1992. Premio Especial Testimonio Roque Dalton 1992, El Salvador. Doctor honoris causa 1992 por la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Fuente biográfica: Enciclopedia de la Literatura en México
Fuente fotográfica: Guatemala.com
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