(Michoacán/Ciudad de México)
UN PEZ EN EL CAJÓN
Con el propósito de iniciar mi jornada de trabajo, sentada frente a mi escritorio intentaba organizar los signos que la computadora me ofrecía. Abrí el cajón en busca de documentos para hacer la diaria limpieza de borradores ya inútiles e inicar la corrección de viejos textos. Para mi sorpresa, me encontré con que, quizá algún alimento -sin saber cómo-, había llegado hasta ahí. Estaba descompuesto a todas luces, pues un enjambre de diminutas moscas revoloteaba en torno. Las abatí a manotazos y fui en busca de aquella fuente de atracción. Cuanto más documentos removía, más me asombraba. La materia orgánica que aparecía dispersa entre los papeles, se había casi desintegrado y era cada vez más difícil reconocerla como restos de emparedados que hubiese podido comer mientras trabajaba en aquellas largas jornadas en que las ideas fluian como torrente y era imposible detener el trabajo. Mi mirada se reorientaba muy pronto hacia la identificación de nuevos restos que surgían más abajo, donde era ya imposible apartar los enjambres de negrísimas moscas que se pegaban a aquellas sustancias para devorarlas, hasta formar, juntas, una masa repugnante y compacta. Nada de lo que ahí se encontraba hubiera podido sentirse amenazado por mi mano inerme que se aventuraba, sin protección alguna, a incursionar en aquel territorio que desde hacía tiempo les pertenecía. La intrusa era yo, muy pronto me di cuenta. Mi horror llegó al límite y me hizo retroceder instintivamente. Apenas con la ayuda de algún abrecartas, me atreví a remover superficialmente aquellos restos tan sólo para ver brotar un carnoso gusano junto a otros. Contuve una arcada y rápidamente abrí el cajón de abajo para encontrarme colonias de ellos que nauseabundos se retorcían chocando entre sí. Parecía ya temerario aventurar la mano al interior del mueble. Sólo quedaba la contemplación de aquel espectáculo, paralizada por el terror. La mirada seguía con incredulidad la caída de los líquidos que de aquella fauna vil escurrían hasta inundar con su caldo viscoso el fondo del cajón, para trasminarse luego al cajón inferior. Nuevos objetos inidentificables aparecían ahí en descomposición, cubiertos por hongos. Entre ellos, de pronto, algún movimiento me advirtió de una presencia mayor. Dudé incrédula. Me había parecido reconocer el hocico de un pez. ¿Quién hubiera podido meterlo ahí? Yo no recordaba haberlo hecho. No lo hubiera hecho de ninguna manera. De pronto, vi que se producían burbujas. Quizá eran debido al reacomodo que yo causaba al mover los documentos, pensé, pero mi asombro llegó al paroxismo cuando vi que las burbujas surgían de su hocico que se movía débilmente. Debía cerciorarme y sigilosa me acerqué a mirarlo. Tuve de aceptar, horrorizada, que el pez estaba vivo. El escaso líquido en que estaba inmerso lo obligaba a respirar concentrado, sin apenas moverse para ahorrar energía. La brutalidad del impacto me rebasó y sentí que mis rodillas se doblaban. El pez estaba vivo. Aquellos turbios caldos eran el alimento suficiente que sorbía para mantenerse en desarrollo, pese a todo, a saber desde cuándo. No podía comprender la naturaleza de aquella criatura infame que había encontrado su hábitat ideal en el cajón de mi escritorio. Quizá hubiese, incluso, nacido ahí. Debía tomar el cajón entero y vaciarlo de inmediato en la basura. Ya no había tiempo para desenmarañar lo que aún servía. Todo estaba podrido; lo había guardado por demasiado tiempo y me sentía carcomida internamente al perderlo. Entre los desechos encontré flotando una mano y después, más allá, su par. Debía cortármelas; o quizá alguien lo hubiera hecho ya para obligarme a renunciar a la posibilidad de transformar mis ideas en literatura.
CASTEL SANT´ÁNGELO
Algún día, en el Castel Sant´Ángelo, construido originalmente como mausoleo de Adriano; el mismo que habría de servir más tarde como refugio al papa Clemente VII durante al asedio y saqueo de Roma por parte de Carlos I de España, de pronto comprendí que debía desistir. Llevaba dieciséis días visitando museos desde el alba hasta el anochecer y había caminado un promedio de diez horas cada día durante veintiuno de ellos, en los cuales había visitado diecisiete ciudades. Estaba a punto de derrumbarme, pero el castillo continuaba y continuaba en ascenso sin dejar ver su cúspide. Entonces me asomé por una pequeña ventana y contemplé allá abajo un puente sobre el río Tiber. Completaba sus arcos en el círculo perfecto de su reflejo en el agua. Tuve que detenerme, incapaz de dar un paso más, un poco avergonzada de que la gente pasara junto a mí, evadiéndome, como si fuera un estorbo. Me había quedado atrás por primera vez y tuve que hacer acopio de fortaleza para aceptarlo. Comprendí, con un dejo de tristeza y miedo, que siempre habría de ser tan sólo una aficionada pues estaba asomada a un abismo. Por primera vez, vi al arte, ya no con entusiasmo y fascinación, sino con sumo respeto y humildad. Había sido mi primera derrota frente a él. Una escultura más era imposible, una escultura menos a cambio de mi vida, pensé, y quise dejarlo todo para mejor momento. Pero el papa Gregorio I había tenido una visión en la cima del Castel Sant´Ángelo y sin saber cómo, yo había continuado dando pasos con descuido y había logrado engañar al cuerpo que se resistía a andar sin sentido, para darme cuenta de pronto, que había llegado -ya vacía de fuerza-, a una terraza en que la gente se asomaba para contemplar una panorámica de Roma. Con desgano miré sobre mi hombro. Junto a mí se levantaban los basamentos de mármol y bronce con que Raffaello de Montelupo y Pierre van Verschaffelt, basados en un dibujo de Bernini, habían construido sendas estatuas del arcángel San Miguel, para anunciar que la epidemia de peste había terminado en Roma, luego de haber matado entre tres y medio a cinco millones de personas que habían sido enterradas de prisa en las catacumbas del Vaticano. Había llegado a la meta y seguía con vida.
LA INCITACIÓN
Caminaba por una calle al final de la cual había un manzano. Alguien me observaba desde un balcón en el primer piso de un edificio que se encontraba en una calle transversal y que desembocaba justamente a la altura del árbol. Cuando hube llegado a la encrucijada, esa persona me invitó a que tomara una manzana. El árbol no era, por cierto, frondoso, ni mucho menos, y tenía apenas dos o tres frutos que pendían unidos a él por un tallo demasiado largo que los ponía al alcance de mis manos para tentarme. Hacia el lado derecho, alguien me estimulaba, lo mismo, a que eligiera un fruto. Tomé la manzana que tenía más a la mano y, sin cortarla, la observé. Venía de algún sitio en el que había estado con mucha gente, pero había olvidado ya lo que hiciera con ellos. Lo importante ahora era elegir el fruto que más me gustara, porque la mujer del balcón insistía en que hiciera más corta mi deliberación, como si mi oportunidad pudiera perderse. El hombre que me custodiaba, manteniéndose siempre, cuanto más, a dos pasos de distancia, me estimulaba también a que cortara una manzana. Debía decidirme cuanto antes, pero dudaba en la elección porque la precaución me impedía aceptar, sin más, aquel ofrecimiento y debía encontrar una fruta que me incitara lo suficiente para atreverme. La que tenía en las manos no estaba aún suficientemente madura. El color verde se entrelazaba en sus vetas con el rojo y ganaba aún la batalla a la madurez de la fruta evidenciando la cortedad de su vida, al predominar por completo en el área superior izquierda donde la redondez se acentuaba. Intenté desembarazarme de mi custodio; con su sola presencia perturbaba mi paz. Di unos pasos para alejarme de él y así observar a mis anchas, completamente concentrada en la acción, pero el giro de su cuerpo para darme la espalda no había sido lo suficiente para hacerlo desistir de su intento y de los dos pasos que había ya ganado, él recuperó uno, en apenas un instante; sin embargo, fingió mirar hacia el suelo brevemente para que yo no me sintiera del todo invadida por su presencia. Para entonces, las ramas del árbol pendían ya sobre mi cabeza y hacían sentir su frondosidad al perderse cielo arriba hasta un punto imposible de ser determinado. Las mismas ramas impedían ver la distancia que separaba el árbol del cielo y aún parecía no haber ya, entre ellos, ese abismo azul que los hacía distantes uno del otro. Con la cabeza echada hacia atrás, seguía buscando frutos, pero sólo encontré uno de ellos que no despertó apetencia alguna. Estaba tan verde como el anterior y tan alejado que no podía alcanzarlo. Al bajar nuevamente la cabeza rumbo al horizonte, hacia donde apuntaba lo desconocido, descubrí al fin la fruta que deseaba tomar: era magnífica. Había crecido de tal forma que alcanzaba el tamaño de una pelota. Bien podía sostenerse sobre el pecho con las manos abiertas a la distancia de los senos. Tomaría esa por ser tan especial. Algún atributo debía poseer como ninguna, para haber conseguido tal plenitud en su desarrollo, y aún, si no fuera poseedora de algún poder que me transmitiría al comerla, cuando menos me serviría de alimento por mucho tiempo. Podría ir dosificando los bocados para que me bastara como provisión durante las tres semanas que faltaban para volver de aquel viaje. Hice, con cuchillo, los primeros dos cortes; uno horizontal y el otro vertical. Al unirse en esa coordenada, dejaron libre un triángulo de manzana con la piel redondeada en su ángulo superior derecho. Me lo llevé a la boca; su sabor era magnífico. De inmediato quise comer un poco más sin atender a mi propósito de reservar un solo bocado para cada día. Repetí el corte; esta vez en el lado izquierdo del tallo de la fruta, para completar de esa manera un corte horizontal, gracias al cual, podía verse por completo el color saludable y esponjoso de la pulpa. Entonces tuve en las manos una manzana enorme, límpidamente cortada en altiplano. Era bueno, además, que no hubiera alcanzado totalmente la madurez, pues con el paso de los días, iría ganando en dulzura. Antes de que pudiera terminar de comérmela, no llegaría a desencadenarse en ella el vertiginoso proceso de putrefacción con que la muerte desintegra a sus hijos. En ese momento, la mujer del balcón hizo escuchar su voz con acento de alarma.
-Has comido del fruto prohibido. Tendrás que enfrentar ahora a tu próximo enemigo: la verdad. Ya veremos si puedes resistirla. Vete pronto, antes de que te capturen.
Aquellas frases me llenaron de temor. Había caído en una trampa incitada por ellos, entre los cuales, reconocí, al fin, a la serpiente. Al transgredir las reglas me había convertido en una rebelde. Mi propio ángel guardián se adelantaba ya dos pasos para indicarme el camino de entrada hacia el exilio y con tristeza y temor, al fin los di. La libertad me esperaba en el horizonte.
Leticia Herrera Álvarez (Coalcomán, Michoacán, 1954), radica en la Ciudad de México desde su infancia. Llamada por la crítica “artista renacentista”, ha cultivado en literatura: poesía, cuento, novela, ensayo, obra para niños y adolescentes y poligrafía. En teatro: dramaturgia, dirección, producción, escenografía, vestuario y teatro multimedia en salón de espejos. En artes visuales: fotografía, dibujo, pintura, video y media art. En performance: actuación, dirección y producción. En guionismo, para T.V., radio y cine. En canto: intérprete de música polifónica, sufí, sefardí, flamenco, bolero, pirekua, a capella e improvisación. Se ha desempeñado como periodista, conferencista, coordinadora de talleres, crítica literaria, antóloga, jurado de certámenes literarios, curadora, performer, productora de espectáculos multimedia, expositora de obra transdisciplinaria y editora de libros de artista. Docente voluntaria del Antiguo Colegio de San Ildefonso. Becaria de la Sociedad General de Escritores de México y del Instituto Goethe por quien radicó tres meses en Alemania. Invitada por el Teatro Nacional y EDUCA, impartió talleres de guionismo en Costa Rica. Es miembro de la Sociedad Coral Cantus Hominum con quien grabó 3 C.D. de música polifónica. Cuenta a la fecha con 28 títulos publicados, tres de ellos en edición de autora por los cuales ha merecido 11 reconocimientos nacionales e internacionales tales como el Premio Bellas Artes de Cuento Juan de la Cabada; el Premio a Minificciones por la revista “El Cuento”; Primer lugar en poesía por “Como Chagall”, otorgado en Brasil; mención honorífica al mejor libro ilustrado para niños de la FILIJ internacional por “Sinfonía Natural”; el Primo Premio Assoluto por cuento inédito otorgado por la Academia Internacional Il Convivio y el Premio Poesía, Prosa y Arte figurativo Premio a la Carrera por trayectoria Cultural otorgado en Taormina, (Sicilia, Italia). Traducida a 9 idiomas y antologada en 8 países. Autora de las obras experimentales: “Chiribitas” y “Rielar”: (no-novela en duerme vela). Actualmente diseña y edita libros de autora ilustrados con su obra visual y presenta sus libros con canto a capella. Entre sus obras se encuentran: “Ver al volar”, “Moro mío”, “Un globo en busca de libertad”, “La pájara de Candora” y “Decálogo de la envidia”.
Ciudad de México,9 de abril de 2023.
Semblanza y fotografía proporcionadas por Leticia Herrera Álvarez
Escribir comentario