En torno a la obra de Cristina Campo
“La pregunta urgentísima es más bien: ¿por qué estás aquí y qué debes hacer? A esa pregunta casi siempre respondo ‘para escribir’, con enorme presunción. Testimoniar la belleza, esto me parece una respuesta. Y luego amar a algunas personas, pudiendo a muchísimas, todo y a todos, pero es difícil”.
“Me gustaría que a la gente se le dijera constantemente, con brutalidad o con una dulzura igualmente violenta, como hacía Cristo, ‘recuerda que tienes un alma y que un alma lo puede todo’”.
(Fragmento de la única entrevista existente, grabada por la radio suiza)
Cristina Campo (1923-1977) es una poetisa y escritora italiana que, creo, será reconocida en todo el mundo, no a través de una operación comercial y debida, como en el caso de los autores fallecidos publicados por las grandes casas editoriales (en este caso, Adelphi), sino porque será un puro milagro que ese libro llegue a esas manos. Será la delicadeza de un milagro que muestra sapiencia y amor por la vida la que pueda restablecer la audacia y la belleza de quienes elegirán el mayor provecho en una línea leída. Intento contar dónde, para mí, se hizo transparente su grandeza.
Pudiendo indicar, con un dedo y la boca abierta, lo que me encantó de esta escritora, elijo la palabra confianza y me refiero a lo que en sus escritos me habló, me llamó por mi nombre. Esta palabra es un don que me hizo Cristina Campo y ahora la uso como una reliquia y una linterna para hacer un recorrido veloz en la pirámide invertida que es su grandiosa obra. Una obra que, podríamos decir, no es sólo de poesía, pero que, en cambio, es sólo de poesía. Me explico: Cristina Campo escribió pocas poesías, tradujo mucho de lo que le era vitalmente querido; a pesar de vivir, dicen, apartada, escribió muchas cartas a sus amigos y, tal vez su obra más fuerte, escribió ensayos. Ceronetti (amigo de la escritora, traductor y crítico) no los llama ensayos porque son una flor indefinible e inclasificable que, y estamos de acuerdo, la inquisición de la seriedad y de la utilidad podrá arrojar al fuego sin dudarlo. (Así que nada se puede resumir, de lo contrario cada mirada poética quedará reducida a un festival de pequeños pensamientos o pequeñas reflexiones dentro de los maletines de los vendedores de profundidad). Pero a nosotros, la profusión inútil, como veremos, nos saca del martirio de la cadena de montaje de la fábrica de bienes de primera necesidad. Es todo poesía lo que se mira así. La poesía ayuda a toda investigación que tenga como tema central el camino de la belleza.
Confianza en lo que se hace, en lo que se escribe. Cuando se lee a Cristina Campo se tiene la impresión de que dio su vida por la escritura. No quiero decir que no hubiera tenido otro trabajo, quiero decir que puso su confianza en la escritura. No es una posición obvia, un acto necesario. La escritura puede ser vivida con ligereza y desencanto, de manera aburrida y, precisamente, desconfiada de su misma existencia. Confianza no significa que la palabra o las palabras en poesía o en la poesía esparcida por la obra sean mágicas o logren obtener el reconocimiento mundano anhelado por algunos. Es una confianza que abre el ataúd del desencanto. Muy joven, le escribió a su padre:
Y ahora siento que todavía no todo está perdido, que todavía uno puede sentirse vivo, es decir, querer algo. […] si releo mis apuntes me parecen solo encerrados. […] ¡Tengo tantas cosas que decir! Casi diría que son cosas que hay que salvar: toda la trágica belleza de lo que ha pasado dentro de nosotros y cerca de nosotros – cosas que yo sola siento haber visto y sentido hasta el sufrimiento y que absolutamente no deben morir.
Es una idea vertiginosa de la escritura. Cristina verdaderamente cree en ello como una niña cree en un cuento de hadas (Albisani). Un apunte querido por Cristina para los talleres de poesía: “De cada palabra inútil se pedirán cuentas” (la Scrittura).
Confianza en la escritura de los demás. De Cristina Campo aprendí qué es un libro. Qué tienes entre las manos y qué puede ser el acto de leer, qué puede pasar de los ojos al corazón, a través de la lectura de un libro. Le escribe a Mita (Margherita Pieracci Harwell), amiga cara con la cual nació uno de los intercambios epistolares más bellos del siglo XX italiano, Lettere a Mita: “¿En qué se basa su vida hoy? Quiero decir: ¿qué lee?”. Esta frase, tan aparentemente simple y banal, me hizo estremecer porque lo que se lee es como un fuego para nuestra vida, es como la miel para las abejas. Y entre la miel y el veneno es necesario leer con absoluta responsabilidad. No es un gesto que se puede hacer con ligereza, ni con bulimia, ni con aburrimiento. Los escritores amados por Cristina son amores correspondidos, un poco como lo fue Virgilio para Dante. Cuando dice de Weil que “Simone me hace tangible todo lo que no oso creer”; o cuando cita a Marianne Moore, Hofmannsthal, Morike, el peregrino ruso, los padres del desierto, Heshel, los cuentos de hadas. Pero no importa que los cite a todos, muchos de los cuales también tradujo. Yo nunca habría leído algunos de estos libros sin el amor con el que Cristina habló de su existencia. No importa que haga la lista de todos porque quien conozca o quiera conocer a esta escritora se dará cuenta de que su escritura es una fuente que se expande y genera otras obras, en el gozo de la presencia de la escritura, precisamente. Cada uno encuentra, a través de este boca a boca aristocrático e infantil, su secreto e improrrogable deseo de salir a ordenar a aquel poeta o acercarse a aquella gracia que bendijo el camino de un fraile en completa soledad. Uno de los más queridos:
“Hace algunos días, murió William Carlos Williams. Ahora ya no queda nadie a quien amar, en la poesía. Eliot, Moore, Barnes. Pero no dan, como él, la primavera, el calor que vuelve a pesar de todo y que se quisiera besar”.
Confianza en los demás, en los amigos. Indudablemente, es una escritora apartada y ha escrito poco. Pero no hay una línea, ni siquiera entre las escritas a sus amigos, que no haya sido publicada. Los amigos de Cristina son tantos y podemos nombrar a algunos de ellos, como Margherita Pieracci, Leone Traverso, Gianfranco Draghi, Mario Luzi, Alessandro Spina, Maria Zambrano, Alejandra Pizarnik (único epistolario aún no publicado, excepto en Italia en una edición agotada). Los amigos en el mundo de la poesía: un tema espinoso y una maraña de descontento y frustraciones. Precisamente en el mundo de la poesía, que debería estar lleno de atención y sensibilidad. Atención, palabra muy querida por C. Campo, heredada de S. Weil (también traducida y traída a Italia por ella). Lo que llama la atención de estos epistolarios, además de la belleza, es el amor y la atención a las muchas soledades que recoge la poesía. La poesía y la literatura en general son lugares hospitalarios para muchas desesperaciones comunes. El mensaje que se transmite es que siempre hay espacio y un poco de amor en la lengua, aunque no haya sido escrita originalmente para ti. También hay espacio para tu voz anónima, hay calidez, puedes calentarte. Debe ser así donde se intercambia vida, leyéndose y escuchando el grito de los corazones rotos o felices. En cambio, a menudo, donde deberíamos aprender a ser más humanos o ser alentados a hacerlo (disciplinas humanísticas), hay división y frustración. Quiero cartas de amor como las de Cristina, aunque escriba poesía (es de broma). La poesía debería invitar a la caridad, pero no tiene la fuerza. El artista, como diría mi otro querido Maritain, recupera la moralidad por otros caminos. El artista no es necesariamente un ser bueno o caritativo. Por ello no hay que confundir el mundo de la poesía con un centro social. Sin embargo, incluso los poetas necesitan amor. Por eso es posible enamorarse del alma y de la obra. Cristina le escribe a Pizarnik:
Mi querida Alejandra, la muerte que revela su propio rostro y el descubrimiento de la propia pertenencia: creo que son dos acontecimientos de la misma naturaleza que con gusto se manifiestan juntos. El mal no está en la inocencia que ignora este hecho, sino en la literatura vulgar que el mundo pone como escudo entre la inocencia y su definitiva, inevitable y justa laceración. Y así sucede que muchos viven toda su vida al margen de su destino.
Confianza como actitud en la vida. Aquí estamos, creo, en el centro de “la movida” de su corazón. Cuando elegí la palabra confianza como síntesis de todo y clave para adentrarnos en su obra prismática y compleja, la primera pregunta que me hice fue: ¿Pero confianza en qué? ¿Cuál es el primer gesto de confianza que se debe hacer para que esta actitud humana invada cada espacio de la mirada? Y así encontré un dicho en su obra que me convenció, en la parte donde trata el cuento de hadas, que es también el centro de gran parte de su obra y de su vida:
profesión de fe de incredulidad en la omnipotencia de lo visible.
Quien encarna esta posición ante la vida es el héroe del cuento de hadas. Debemos detenernos un momento y retomar algunas partes del discurso, no tanto para comprender, sino para disfrutar, para fascinarnos. Creer como creen los niños, encantados ante el discurso. Sólo un pequeño detalle. La incredulidad siempre me ha evocado la incredulidad de Santo Tomás, incluso el cuadro de Caravaggio con esa mano metida en el costado de Cristo. Por tanto, es una una palabra ambigua, carnal y profética que se ha convertido en la trama de muchas epopeyas privadas. Incrédulo es aquel que, con esa mano, como si introdujera el cuchillo, entra en el corazón del resucitado. Incredulidad en la omnipotencia de lo visible. Esta vez es como si esa palabra fuera reubicada dentro de su costado que es sólo lo visible y donde la palabra finalmente puede hundir su lama. La omnipotencia de lo visible no significa pasar por alto el mundo. Si pudiéramos pasar por alto lo real e ir directamente a lo invisible, tal vez podríamos dar noticias del mundo de las ideas. En cambio, sólo existen ejemplos. Creo que la omnipotencia de lo visible es la omnipotencia de la muerte.
[…] Lo imposible está abierto al héroe de cuento de hadas. Pero ¿cómo llegar a lo imposible si no, precisamente, a través de lo imposible? […]. El viaje del cuento de hadas comienza sin esperanza terrenal. […] el héroe de cuento de hadas es un loco para el mundo […] La lección obstinada e inagotable de los cuentos de hadas es, por tanto, la victoria sobre la ley de la necesidad, la transición constante a un nuevo orden de relaciones y absolutamente nada más, porque absolutamente no hay nada más que aprender en esta tierra. […] Los héroes de los cuentos de hadas, que nacen deformes o muy pequeños, son lanzados por su madre, decidida a atreverse a lo imposible, al centro de la danza circular, en el corazón de su propio destino. Después de unos momentos de amenazante perplejidad, las hadas suelen recoger al niño. Ni siquiera su deformidad será eliminada, sólo elevada a potencia. El hombrecito tendrá la posibilidad de penetrar en lugares impenetrables, el que no tiene brazos descubrirá tesoros, vetas de oro, todo el inframundo, espejo del cielo. La desventura dedicada, ofrecida a las potencias, se convierte en una clave para el desventurado y para el mundo.
Confianza en la palabra y en el gesto de la poesía como rito, liturgia. Volvamos a la palabra, a la palabra poética. No es fácil resumir, mostrar lo que, por excelencia, el rito, no tiene otros medios naturales que su misma celebración. En este contexto, las palabras rito y liturgia, combinadas con la realidad poética, mantienen la efigie de su origen. Entre tanto, intentemos investigar la confianza en la palabra y el vertiginoso acercamiento con la palabra esperanza.
¿A quién le corresponde la suerte maravillosa en los cuentos de hadas? A aquel que, sin esperanza, confía en lo inesperado. Esperar y confiar son cosas diferentes, así como la expectativa de fortuna mundana es diferente de la segunda virtud teologal. Quien repite ciega y obstinadamente “esperemos”, no se fía: en realidad, sólo espera un golpe de suerte, en el juego momentáneamente favorable de la ley de la necesidad. Quien confía no cuentan con acontecimientos particulares porque está seguros de una economía que abarca todos los acontecimientos y supera su significado como el tapiz, la alfombra simbólica supera a las flores y animales que la componen. En el cuento de hadas, gana el loco que piensa al revés, voltea las máscaras, discierne en la trama el hilo secreto [...] Cree, como el santo, en el caminar sobre el agua, en los muros atravesados por un espíritu ferviente. Cree, como el poeta, en la palabra: por tanto, crea con ella, extrae de ella prodigios concretos.
La palabra es preciosa y no posee nada, sólo a sí misma. Por este motivo, antes de hacer alguna mención a la liturgia, quisiera reiterar esta inversión de valores.
Thomas Merton dice que sintió la sensación exaltante de poseer la tierra entera, no por lo que veía, sino por el lugar al que se dirigía, ese punto de Arquímedes, nuevamente, fuera de la tierra. Exaltación por las cosas no poseídas, no deseadas, las cosas que – puros espejos y ecos – aluden a otras cosas, ya que el destino no está en el campo que se posee, sino en la perla por la que ese campo se vende...
Nunca había pensado en la lengua como la cosa más pobre que poseemos, que no puede poseer nada en los términos que entendemos en el mundo. Evidentemente está hecha para poseer algo más, para sostener, como una mano abierta, tal vez la gracia de una mariposa viva. Para reconocer mejor a Cristina es necesario recuperar algunas otras epifanías acertadas. Estamos atravesando la poesía y aquí me dirijo a los entendedores, a los que construyen una revista literaria, por ejemplo.
A veces hojeaba una revista, erizada como un puercoespín de versos impecablemente momentáneos, y uno superaba al otro con una temporalidad feroz, estrechando su abrazo más cálidamente con la hora de la muerte. Pero caía el silencio, la página se abría como un pálido cielo marino, una guirnalda de versos se posaba sobre ella, pura como la Osa Mayor. Era un poeta. Impasible y vertiginoso, futuro como la alegría y más remoto que una lápida. Una vez recortada, la poesía volvía a su lugar cuando ya se sabía de memoria; comenzaba la espera, siempre larga, siempre pequeña, que traería esa poesía: esa hora de Cuaresma o de Pentecostés, ese ruego del mar, esos granos color violeta arremolinándose en una lluvia primaveral caliente como la sangre.
Para Cristina Campo la poesía es también liturgia, rito. Hoy estas dos palabras generan un vacío en quienes intentan captar una definición. Si se piensa en un rito visto, vivido, inmediatamente se tiene la impresión de que nada puede ser reemplazado o resumido porque el rito es lo que ha dispuesto los gestos y las palabras en una sucesión deseada. Además, el rito es un acontecimiento que evoca lo que desea que esté presente. La poesía como lugar donde sucede algo, combinada con lo que es, por su naturaleza, sagrado, separado, verdaderamente nos lleva a reconocer en el texto un punto de Arquímedes externo, tácito y suspendido en el vientecillo de alguna brisa muy débil que es la pronunciación de las palabras. Y luego la liturgia. Y aquí no podemos dejar de oler, levantando la nariz.
La liturgia – como la poesía – es esplendor gratuito, derroche delicado, más necesario que lo útil. Está regulada por formas y ritmos armoniosos que, inspirados por la creación, la superan en el éxtasis. En realidad, la poesía siempre ha colocado a la liturgia como un signo ideal y parece inevitable que, al declinar la poesía de visión a crónica, la liturgia también sufra daños. Lo sagrado siempre ha sufrido la degradación de lo profano. La liturgia cristiana quizás tenga sus raíces en el vaso de nardo precioso que María Magdalena derramó sobre la cabeza y los pies del redentor en casa de Simón el Leproso, la noche anterior a la Cena. Parece que el maestro se enamorara de aquel encantador derroche.
Derroche encantador, derroche delicado. Cristina cita a menudo el miron, perfume utilizado en una liturgia particular, probablemente armenia, el crisma donde hirvieron cincuenta y siete aromas diferentes durante tres días y tres noches. Pensemos ahora en el perfume, en lo inútil que consideramos el perfume y en lo decisivo que, en cambio, puede ser para oler el mundo. E, incluso a través del olor, entrar en otro mundo. En todo caso, este es el lugar para entender algo sobre la liturgia, sobre su significado y Cristina lo encuentra en la vida rocambolesca y paciente del héroe del cuento de hadas.
El viaje del caballero entre ilusiones y duelos es, lo sabemos, un itinerario de la mente en Dios. Pero ¿qué dejan entrever las escenas dentro de los castillos, las noches de vigilia de armas, si no momentos litúrgicos de la vida: esos espacios sagrados dentro y fuera del tiempo donde los hombres se reúnen para recomponer, en una mímesis estilizada, su nexo con Dios? […] Cada vez que un hombre, conmovido por la música tenue y devastadora, responde a ella con una entonación pura, ‘no se le da una forma verbal sino una acción, es más, un movimiento del cuerpo en el espacio’. Así Abraham tuvo que emigrar instantáneamente, Moisés tuvo que descalzarse sobre la tierra ardiente de la zarza, los Discípulos tuvieron que partir el pan; incluso a los familiares de los resucitados se les ordenó inmediatamente que les dieran comida. Para encontrar de algún modo la aterradora intimidad del encuentro con su destino, el hombre repite ese gesto, lo transmite, lo enseña. Resurrección cotidiana, gracias a la inspirada estilización de palabras alusivas y vestimentas trágicas, de aquellos momentos que detuvieron la rueda del tiempo humano en una estasis vertiginosa. Para el hombre, la génesis del rito parece no ser otra.
Confianza absoluta en la poesía. La poesía nunca es hija de una comprensión exclusivamente lógica. Me gusta pensar en el verso como una columna con incrustaciones donde aparecen uno a la vez los rostros de un perro, el bostezo de un ángel, la cabaña de un Dios.
La poesía pura es jeroglífica, descifrable sólo en términos de destino. […]. Cuántas veces me he repetido ciertas líneas o versos […]. Pero alrededor de su posición secreta, hasta que mi propio destino me dio la llave, deambulaba a ciegas: como alrededor de una columna decorada de la que descubría sólo una figura a la vez: el escriba, la serpiente, el ojo.
Este no es el lugar para alimentarse demasiado de los escritos de Cristina Campo. Pero ciertamente, espero, quienes aman la belleza, el símbolo, el destino, los cuentos de hadas, la liturgia, los ritos, la poesía, la amistad, la alegría, la compañía, la fe, la esperanza, la caridad (son las primeras palabras que me vienen a la mente), en este lugar encontrarán un jardín y cada rosa tendrá la sapiente timidez de la inocencia contemplada por un rayo de sol y el suave ardor de la piel del melocotón aún en el nido de su árbol.
Los libros de Cristina Campo han sido publicados en Italia por Adelphi. Existe una edición agotada de las cartas a Alejandra Pizarnik y la realización de un proyecto editorial suyo, “Ottanta poetesse”, para el grupo editorial Magog.
Agradezco a Cristina Campo porque me permitió restablecer mi relación con la lectura, la literatura; porque me indicó qué pedirle a la poesía, al rito, al acontecimiento; porque me da alegría pensar en la lengua como una patria, como un lugar que ayuda a proteger la palabra destino de toda forma de violencia.
Francesca Serragnoli nació en Bolonia, Italia, en 1972. Licenciada en Letras Modernas y en Ciencias Religiosas, ha publicado los libros de poesía Il fianco dove appoggiare un figlio (Bolonia 2003, nueva ed. Raffaelli Ed. 2012), Il rubino del martedì (Raffaelli Ed. 2010), Aprile di là (LietoColle – collanaPordenonelegge, 2016), La quasi notte (MC, Milano, 2020), Non è mai notte non è mai giorno (Internopoesia, 2023). Su obra ha sido traducida a varios idiomas, sus textos aparecen en numerosas antologías internacionales y tiene libros publicados en Argentina, España y Rumania.
Semblanza proporcionada por Francesca Serragnoli
Fotografía de Daniele Ferroni
Cristina Campo (1923-1977) fue una destacada poeta, traductora y escritora italiana. Fue este el nombre con el que la autora Vittoria Guerrini decidió firmar sus libros.
Nació en Bolonia y, debido a su débil salud, no pudo seguir los estudios escolares de forma regular. Su familia se trasladó a Parma y, en 1928, a Florencia. En el seno de una ciudad con tal ambiente cultural pudo formarse debidamente.
Fue en Florencia donde comenzó a relacionarse con figuras como Mario Luzi o Gianfranco Draghi, que la hicieron conocedora del pensamiento de Simone Weil, Gabriella Bemporad y Margherita Pieracci Harwell, que se encargaría en el futuro de la publicación de las obras de Vittoria.
Con una narrativa profunda y alejada de lo superfluo y lo literal, la autora prefirió firmar sus obras con nombres ficticios, pues su naturaleza solitaria la hizo evitar cualquier tipo de reconocimiento.
Tradujo a autores de habla inglesa como Virginia Woolf o John Donne y trabajó en diversas antologías.
Fue en 1956 que publicó su primer libro, al que siguieron muchos otros, entre los que se ha traducido al castellano Los imperdonables.
Semblanza tomada del sitio Lecturalia
Fotografía tomada de Wikipedia
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