Poesía de Cecilia Romana

Aquí no hay viento

 

 

 

A Pablo Baca

 

 

 

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No conoce otra forma de vida

 

que no sea

 

ese árbol oscuro

 

a cuya sombra se mueve como absorbido.

 

 

 

 

 

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Por otros supe que las cosas pasan.

 

 

 

Por él,

 

que de las cosas verdaderas nadie escapa.

 

 

 

Hablaba despacio. A veces

 

sonreía y entonces

 

ni pasaban las cosas ni había otros.

 

 

 

 

 

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Cuando estaba conmigo

 

yo veía eso que no podía distinguir

 

por sí sola. Él me señalaba,

 

por ejemplo, en el costado de la vereda

 

una piedra. Lo demás lo inventaba yo

 

y volvíamos

 

abrazados como dos que se quieren mucho.

 

 

 

Cuando estaba conmigo yo tuve otro nombre

 

y jamás se portó mal cuando estaba conmigo.

 

 

 

Pero a veces se iba

 

y desde otra ciudad

 

intentaba cerrarme los ojos para que no sufriera.

 

 

 

Yo sé muchas cosas. Sé que un río atraviesa

 

por abajo una avenida.

 

Sé las fechas de fundación de diez ciudades distintas.

 

 

 

Pero cuando él estaba conmigo

 

no me importaban los ríos, ni quise saber más que él

 

acerca de nada.

 

 

 

Todo tiene una finalidad, eso dice el evangelio,

 

y por eso nuestro camino estaba cubierto

 

de rosas. Hablábamos sobre el viento

 

y de los árboles

 

y de edificios y de libros: cosas que yo no sabía.

 

Sé que nadie me amaba como lo hizo él.

 

 

 

Pero a veces se iba.

 

 

 

 

 

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Una noche me dijo

 

que amó a otras mujeres.

 

 

 

Y entonces fue una noche triste.

 

 

 

Aunque era improbable

 

que un hombre de su edad

 

se hubiera salvado de otros amores,

 

confié en mi instinto, tal vez,

 

porque me hacía sentir única.

 

 

 

Él me llamaba temprano. Decía:

 

cúbrase del viento,

 

amor mío. Vidita, cielo inesperado,

 

cuídese por mí, que no estoy allá para cuidarla.

 

 

 

Decía palabras enormes de una forma tan lenta

 

que empequeñecía el mundo y de esa manera

 

yo me agiganté a su sombra.

 

 

 

Pero una noche, aunque lo amaba con locura,

 

me dijo: amé a otras mujeres.

 

 

 

No recuerdo la fecha exacta, sí me acuerdo de la hora:

 

eran las once y media. Y me acuerdo

 

de que en ese instante se apagó el cielo

 

y que se apagó todo

 

y de tan empequeñecido el mundo

 

dejó también de importarme,

 

y esa noche, por primera vez,

 

lloré por una causa justa,

 

lloré por él.

 

 

 

 

 

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Entre lo dramático de querer ser su esposa

 

y lo dulce de dejarme estar,

 

yo siempre opté por el drama.

 

 

 

Mi amor hacía él no era egoísta

 

–jamás lo fue–,

 

sin embargo, cuando me sentía acorralada,

 

a riesgo de parecer un hombre, me rebelaba

 

y lo golpeaba donde más le dolía. Yo sabía

 

–he sabido,

 

antes de conocerlo–,

 

que en los hechos no gana el más fuerte,

 

sino el que pega primero.

 

 

 

Con viento a favor o sin él, frente a sus incoherencias

 

me cerraba igual que un puño y me lanzaba

 

hacia adelante sin pensar,

 

sin pensar ni una vez,

 

qué era,

 

por qué,

 

cómo había conseguido que yo lo amara así,

 

de esa forma tan compleja, tan llena de tantas cosas,

 

tan infinita

 

y sin pensar nunca en que él

 

quizás

 

también me amaba.

 

 

 

 

 

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Me decía: espéreme, por favor, espéreme. Lo decía

 

entreabriendo apenas la boca y yo,

 

sentada en su regazo,

 

alcanzaba a ver desde esa posición el paladar rosa

 

contra unas muelas cortas y fuertes: muelas

 

de un hombre de sesenta y cuatro años.

 

Él tenía una boca antigua y así me hablaba:

 

con leyes viejas

 

porque decía las cosas de una forma lenta

 

y en su forma de hablar se concentraba la raíz de las cosas

 

y después, inevitablemente,

 

en él también se concentraba toda la sombra que tenían las cosas.

 

 

 

 

 

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A veces se iba, pero nunca se alejaba lo suficiente

 

como para que el árbol de su corazón

 

dejara de proyectar esa sombra sobre mi vida.

 

 

 

 

 

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Tenía una valija con ruedas de cuya manija colgaba

 

la mochila que le regalé

 

cuando lo amaba con locura

 

–y él,

 

tal vez, también me amó.

 

Era una valija mediana de color gris

 

que arrastraba

 

por las veredas rotas de Palermo

 

haciendo mucho ruido.

 

La gente lo miraba y a nosotros

 

nos daba risa porque en esos días nos reíamos de

 

cualquier cosa

 

y a veces hasta le di la mano

 

a riesgo de que nos vieran

 

y contaran lo nuestro.

 

 

 

Con el tiempo

 

la valija empezó a romperse

 

igual que las veredas: primero fue el cierre,

 

después el forro de adentro.

 

 

 

Nosotros seguíamos adelante

 

sin querer ver lo que pasaba, aunque estábamos

 

peor que la valija.

 

 

 

Ahora todo es silencio y mi corazón está gris

 

y nada lo arrastra.

 

Ni siquiera su recuerdo

 

que guardé cuidadosamente

 

como hacía con su ropa

 

cada vez que se iba.

 

 

 

 

 

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Se están quemando los bosques

 

que limitan hacia el este con La Iguana y Bananal.

 

Cae una lluvia muy triste, amor,

 

el humo de los incendios

 

ha bajado hasta mi casa.

 

 

 

La forma en que dice estas cosas

 

es triste como la lluvia.

 

 

 

 

 

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Y ahora me llama porque se siente solo

 

y dice que el viento ha vuelto a soplar y entonces

 

el humo bajó a su casa

 

que está separada del resto por una hilera de árboles

 

que no sabe qué tipo de árboles son

 

pero sus hojas solo saben dar sombra en verano

 

como su corazón que solo sabe apagar lo que toca.

 

Pero el fuego no se apaga en el este.

 

 

 

Quisiera verla, dice.

 

 

 

Hay un álamo frente a mi casa. A su lado un tilo.

 

En verano la gente pasa

 

y arranca hojas para hacer infusiones.

 

 

 

Las hileras de su corazón no tienen especie.

 

Mi corazón se quema bajo esa sombra.

 

 

 

 

 

 

 

Los poemas que siguen pertenecen al libro inédito Aquí no hay viento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cecilia Romana nació en Buenos Aires. Es escritora y licenciada en Artes y Ciencias del Teatro. Publicó ocho libros de poesía, entre ellos Aviso de obra (Premio de Poesía Iberoamericana Sor Juana Inés de la Cruz 2006) y No lo conozcas (Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2006), El libro de los celos (Segundo Premio Poesía Fondo Nacional de las Artes 2009) y Los que fueron (Segundo Premio Poesía Fondo Nacional de las Artes 2011). Asimismo, es autora de cuatro volúmenes de relatos infanto-juveniles (Norma) y varios libros escolares para nivel inicial, primario y secundario en Kapelusz y Santillana. Realizó el estudio preliminar de la edición de El salar de Fausto Burgos para la colección Los Raros de la Biblioteca Nacional en 2010. Sus poemas han sido traducidos al francés en Canadá (Exit) y Bélgica (Maison de la poésie), al italiano, inglés, portugués y polaco y forman parte de antologías argentinas, latinoamericanas y estadounidenses.

 

 

Semblanza y fotografía proporcionadas por Cecilia Romana

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Comentarios: 1
  • #1

    LETICIA MANAUTA (sábado, 06 abril 2024 14:02)

    Excelentes poemas, conmovedores, una poesía profunda y con palabras muy bien elegidas. Felicitaciones compañera.