Viajes imaginarios
Lima-1961
viajes no emprendidos,
trazos de los dedos
silenciosos sobre el mapa.
LUIS HERNANDEZ
Explicación
He vuelto a ser el mismo de antes. El que cantaba a las ventanas, el que se regocijaba con las lluvias, el que admiraba a los árboles cuando caen, en pleno otoño.
Yo, que esperaba ansiosamente el advenimiento del otoño, yo, que salía maldiciendo del verano, de pronto, con los primeros fríos, quédeme paralizado. No sé cómo explicarlo. Pero sucede que las sillas se caían y yo como si nada; los pájaros pasaban hacia el sur y yo sin notarlo; las gentes entraban al cinema, salían de la iglesia, reíanse en los circos y yo alejado, sin estar con ellos como siempre.
Y ahora, que estoy sentado en la puerta del invierno, comprendo que aquel no fue un tiempo perdido. Estuve en otros sitios, caminé por otras plazas, otras arenas pisé, vi otros árboles, páreme en las ruinas de otros tiempos.
Y en vez de buscar un tiempo no perdido, contaré viajes no sucedidos, viajes imaginarios.
Viaje por los bosques perdidos
Quise penetrar en los bosques y allí encontré asilo para mi soledad. Luego de caminar días enteros entre árboles y árboles, llegué a la explanada que se junta con el río y ahí me eché a vivir por un tiempo.
Todas las mañanas, temprano, cortaba leña para calentar mi cuarto. Yo lo había levantado con mis manos. (Fue la primera experiencia, todavía recuerdo cómo temblaba el débil techo con la inmensa lluvia de invierno). Yo tenía conmigo algunos libros que repasaba de noche junto a mi pequeña lámpara. (Mi antigua gramática inglesa, Keats, Thomas, Fray Luis).
¡Era hermoso dormirse y no pensar en nada, y despertar con el canto de los pájaros, y sentarse al mediodía, junto al río, a pescar y a saltar entre las piedras!
¡En las tardes, a eso de las cinco, sentábame a tocar mi rondín y a escribir con mi cuchillo en la corteza de los árboles!
¡Vivir con las estaciones, cada estación algo diferente, mucha luz en primavera, y muchos peces en verano, y muchas hojas en otoño, y mucho frío en invierno junto al fuego!
Yo ya estaba totalmente acostumbrado. Una golondrina cayó enferma cerca de mi cabaña. Yo la curé, la alimenté tres días seguidos y la dejé partir. Otra vez me interné en el bosque durante cuatro días y no supe cómo volver. Otra caí enfermo y la fiebre me persiguió infatigablemente ocho meses. Mi pelo y mi escasa barba anunciaban dos años de reposo y de castigo.
Pero una tarde, no sé cómo, me hallaron en los bosques. Y tuve que regresar a la ciudad.
Viaje por los sueños
Otro tiempo estuve dormido. Viajé incansablemente por el país de los sueños, pero ahora nada recuerdo sino el despertar. (Todo me parecía diferente, preguntaba a las cosas por sus nombres, no sabía la hora, ignoraba el sentido del lugar en que me hallaba).
Pero tuve que levantarme, dejar mi cama y volver a pasear por el rostro de la ciudad, que ya, conozco.
Viaje por las calles
Hay calles hermosas como cántaros de agua. (Hay que saber pesarlas, hay que saberles extraer toda el agua que llevan consigo).
Últimamente he estado caminando por ellas. Todas son iguales, y aún recuerdo, (¡oh!, cómo se me parecen) la calle sin árboles de mi casa, y la pequeña calle sin salida de Barranco, y aquella otra calle, ascendente, de Chauvinillo.
Luego de este viaje inútil, a veces, me entran ganas de empezar otra vez. Aún quedan otras calles por conocer, mis pies no han tocado todas las calles del mundo. Días hay en que se me acumulan los deseos, y anhelo partir, dejar todo abandonado y seguir caminando. Pero me debo decir: ¡aguarda! Otras calles vendrán. Alguna hermosa calle de Venecia, otra más bella aun en Londres, o en Sidney, o en Yungay, o en el barrio en donde vivo.
Pero cuando diariamente regreso a la calle de mi casa, me digo que el tiempo de partir definitivamente ya debe acercarse. Estas tristes veredas me son insuficientes y aún no he acabado de romper todos los cántaros del mundo.
Viaje por las calles desiertas
Yo no lo había deseado, pero me dejaron solo en las playas. Ocho días que vagué incesantemente por las arenas que yo no había soñado. Me aturdía el rumor del mar, y cada noche, cuando el agua penetraba hasta la mitad de la cueva en la que yo me hallaba, sentía infinitos deseos de volver, de encontrarme en casa, con mis amigos y mis cosas.
Como digo, cada noche, el mar sonaba como un enorme cuerno anunciando la guerra. Yo no sabía dónde ir, en qué otra cueva meterme. La mañana me encontraba profundamente dormido, sobre el lecho que con conchas había construido.
La alimentación fue lo de menos. Un cangrejo, o los pequeños peces que se podían coger cerca de la orilla. Yo creí que nunca iba a poder volver, pero un día, inesperadamente, me encontraron cerca de la cueva. Y regresé contento de poder besar nuevamente el rostro tan conocido de mi ciudad.
Viaje por las ruinas ignoradas
Aquella vez que conocí las ruinas, y luego de terminada mi visita, sentí un irrefrenable deseo de volver. Yo había estado acompañado durante el recorrido y anhelaba estaí solo, completamente solo, tendido en medio de la noche. (La poca hierba que crecía en los alrededores hubiese bastado a mi cuerpo).
Pero no pude volver Los pocos días restantes que transcurrieron durante mi permanencia en el pueblecito cercano a las ruinas los pasé caminando. En verdad, aquel era un hermoso pueblo, con su acostumbrado monumento detenido en medio de la plaza, con casas y calles que ascendían por las laderas de la colina cercana. Completamente cerrado, sin carretera próxima ni curiosos impertinentes, el pueblo se me aparecía como un celoso guardián que ante la presencia de un gran secreto (las ruinas), mantenía un solemne y resignado silencio.
Yo, y los que casualmente caíamos en el pueblo, lo habíamos quebrado. Y los días que sucedieron antes de mi regreso, recordaba con penosos deseos las hermosas ruinas visitadas. Yo sabía que de ahí en adelante la indiscreción de las personas que me acompañaban bastaría para echar definitivamente la idea de un próximo retorno a las ruinas. (Ya no serían las mismas, me decía).
Y tuve que consumirme en la desesperación y resignarme con las extrañas casas sin ventanas de la colina, o con la indescifrable mudez de los habitantes. ¡Deseaba volver, arrojarme en la hierba y contemplar la pesada adustez de los muros, caminar entre las habitaciones derruidas, saltar las paredes intactas de otros años!
Al amanecer, tres días después, partimos en camino a la carretera que nos llevaría a la ciudad.
vio/es olvidados
el andar se hace camino.
Antonio Machado
Todavía pueden florecer los caminos olvidados, los viejos caminos.
Fines de junio, 1961
Estas prosas poéticas fueron tomadas del libro Javier Heraud, poesías completas y cartas, publicado por Ediciones PEISA (Biblioteca Peruana), Lima, Perú, 1976.
Javier Heraud (Lima, 1942-Puerto Maldonado, 1963), siendo un joven poeta de tan solo 19 años, se integra tímidamente en la lucha social y revolucionaria acercándose al Movimiento Social Progresista. En 1960, la revista Cuadernos Trimestrales de Poesía, liderada por el poeta Marco Antonio Corcuera, convoca el Premio El Poeta Joven del Perú. Esta fue una de las razones por las que Javier Heraud se vincula al grupo sanmarquino, ya que consiguieron este premio, ex aequo, César Calvo y él por Poemas bajo tierra y El viaje, respectivamente. La amistad entre Heraud y los universitarios sanmarquinos duró hasta su prematura muerte en 1963. Javier Heraud, poeta revolucionario, murió acribillado a balazos, recién cumplidos los 21 años, y se convirtió de esa forma en un poeta de leyenda en el Perú, a pesar de que solo dejó publicados en vida dos libros, El río (1960) y El viaje (1961), así como varios poemas sueltos que nos confirman y nos dan una idea de su dramático y legendario valor poético.
Fuente biográfica: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Fuente fotográfica: América Latina en Movimiento
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