Ensayo sobre Andrea Emo

Andrea Emo: el silencio como voluntad y representación [1]

 

 

 

Todo sistema filosófico es íntimamente una biografía.

 

A. E.

 

 

 

En uno de los poemas de Los conjurados, Borges habla de una pared «que nada / nos veda imaginar como infinita» ante la que un hombre traza el imposible dibujo del mundo entero: «puertas, balanzas, tártaros, jacintos / ángeles, bibliotecas, laberintos». Pasa mucho tiempo empeñado en la que a todas luces parece una empresa absurda e infinita. Pero el azar, Borges lo llama «la suerte», le permite «dar fin a su porfía». Termina su obra cuando ya está a los pies de la muerte, cuando ya sólo le queda un instante en este mundo. Entonces descubre (no sabemos si con asombro, con terror o con tristeza) «que esa vasta algarabía / de líneas es la imagen de su cara». No sé qué tan osado resulte decir que ese hombre fue (o pudo ser) Andrea Emo. Un italiano que practicó con fervor la escritura (en secreto) y el anonimato y del que Borges no tuvo nunca noticia. No es osado pensar que Emo tampoco se llegó a internar por los laberintos de Borges. Sin embargo, el poema nos habla de un trabajo tan arduo como el que el propio Emo emprendió a lo largo de más de sesenta años.

 

Sin que nadie lo supiera, porqué a él no le interesaba ser leído (al menos no por sus contemporáneos), dio inicio a una de las aventuras filosófico-literarias más singulares del siglo xx: la escritura diaria de sus cuadernos que para el año de su muerte sumaban ya la cifra de trescientos veintinueve. Escritos a mano y celosamente guardados de la mirada de cualquier otro que no fuera su propio autor. Día con día Emo apuntó sus reflexiones, descubrimientos, dudas e iluminaciones. Al principio y al final de los cuadernos consignaba la fecha y añadía su firma. En total su obra (sin contar su correspondencia que también es muy grande) suman casi treinta y ocho mil meticulosas páginas. Su «trabajo secreto» como él lo llamaba, fue la tarea de toda la vida. Sólo en dos ocasiones suspendió sus registros: la primera, entre mayo y noviembre de 1940, debido a que tuvo que prestar servicio militar; la segunda y más prolongada, entre 1941 y 1942 debido a la segunda guerra mundial. Desengañado del fascismo (al que, como muchos intelectuales de su época, miró al principio con simpatía y más tarde con abierto rechazo), vivió la posguerra como una suerte de exilio interior en la ciudad de Roma y en su casa de campo del Véneto.

 

 

 

Andrea Emo
Andrea Emo

Emo fue un lector omnívoro e insaciable. No había semana en que su extensa biblioteca no se viera enriquecida por nuevas adquisiciones: libros, lo mismo de teología que de literatura, de filosofía que de historia, llegaban por decenas, sin contar las numerosas revistas que este amante de los clásicos griegos y latinos (a los que leía en su idioma original) consumía cotidianamente junto a poetas y novelistas franceses, alemanes e ingleses. Era el alimento que este escritor (carente de lo que solemos llamar «experiencia vital») necesitaba para seguir con su empresa en la que, a diferencia del dibujo trazado por el personaje borgeano, no hay referencias biográficas ni geográficas. Emo es un autor que no habla de aquello que le pasa, o creemos que pasa a todo hombre (el amor, la amistad, la tristeza, el deseo, la muerte de los seres queridos, la llegada de nuevos amigos). Tampoco habla de su entorno (como si las albas y los atardeceres, las fiestas del verano, la lluvia, el viento, los árboles y los pájaros le fueran indiferentes, y la «puertas, balanzas, tártaros, jacintos / ángeles, bibliotecas, laberintos» le fueran ajenos y exteriores). Sólo en raros momentos cedió a la ¿tentación? de hacer una referencia biográfica:

 

 

 

Soy un bueno para nada, también puedo confesarlo, pero soy un bueno para nada, capaz de la nada, capaz de afrontar, mirar y soportar la nada.

 

 

 

«Hacer nada» quizá requiera de un empeño tan grande o más que «hacer algo». Una mirada exterior a la vida de Emo hubiera arrojado esa respuesta: era un hombre que no hacía nada. Pero en la «nada» de su vida, Emo construyó una maquinaria de pensar y soñar las mismas preguntas, de plantearse los mismos problemas que aquejan a los hombres, porque había descubierto que la Verdad está viva y por lo tanto no le está permitido sustraerse de las leyes del cambio. Si nuestras respuestas cambian es porque nuestras preguntas cambian. El trabajo del filósofo, según Emo no era brindarnos una respuesta definitiva, de existir una respuesta definitiva, quedarían anuladas todas las preguntas, desaparecería la curiosidad:

 

 

 

La respuesta definitiva y objetiva es su gran peligro. Es contra ella que la filosofía conduce su lucha dramática. para la salvación y la inmortalidad de la interrogación, del misterio, de lo imposible: - Si hubiera una respuesta para las interrogaciones del pensamiento, que parecen exigirlo, el pensamiento moriría de ello.

 

 

 

Emo, autor inclasificable, solitario, distante, taciturno, aislado, encerrado en la burbuja de sus propias ideas, por momentos nos recuerda un poco a un escritor que tampoco gustaba de los reflectores (aunque cedió a la tentación y publicó) y con el que no tuvo ningún contacto: Antonio Porchia. Hay en Emo no pocas líneas que Porchia no hubiera dudado en calificar como «voces»:

 

 

 

¿El eco es una voz sin conciencia?

 

La fantasía puede ser un ángel de luz o un ángel de las sombras, pero siempre es un ángel de la anunciación.

 

Es destruyendo nuestro dolor que hacemos la poesía.

 

La claridad es el mayor de los misterios.

 

El horizonte somos nosotros.

 

 

 

Sí, por momentos recuerda a Porchia, pero también, así sea vagamente, a otro autor al que tampoco leyó: Ramón Gómez de la Serna:

 

 

 

Mentir viene de mente o viceversa.

 

La fantasía es el órgano mediante el cual vemos las cosas tal como son. Sin la fantasía vemos solamente espectros y larvas; y el espectro es como el terror, paraliza y mata a la fantasía. La fantasía es la redención de la realidad.

 

El eco es el espejo de los sonidos, como el espejo es el eco de las imágenes.

 

 

 

Sí, hay cierto aire que nos recuerda a las greguerías, pero Andrea Emo, no busca sorprender ni divertir al lector, tampoco conmoverlo. Su proyecto difiere por completo del proyecto de un escritor común y corriente. El suyo está encaminado a trazar en una enorme cantidad de fragmentos la biografía, no de un escritor, sino de las ideas de un escritor, la de un hombre que no cesa de interrogar al mundo. Y aquí no sería osado decir que también nos recuerda a Leopardi y su Sibaldone.  Dice Rafael Argullol que el Zibaldone «es una indagación, una exploración del mundo pero asimismo, y no menos determinante, es un autorreconocimiento, sistemático y despiadado, mediante el cual el autor, a partir de premisas todavía frágiles, trata de alcanzar concepciones fuertes». Pero Emo no es un poeta (¿qué es un poeta?) y no halló lo que buscaba en la poesía (aunque mucho tiempo de su vida la leyó y mucho de su tiempo como escritor dedicara a ella). Su vida y su obra (o viceversa) a diferencia de la de otros escritores no estaba condicionada por la necesidad de terminar un ensayo, una novela, un tratado y empezar otro, no necesitaba ceñirse a ningún género (aunque el aforismo fue el que más practicó). Su día a día, la consignación del diario acontecer, no de lo que le sucedía exteriormente, sino de aquello que lograba colectar de sus meditaciones, era la obra. No sus sueños o esperanzas, no sus deseos, no sus éxitos o fracasos. Su verdadera vida, parece decirnos, pasaba en los cuadernos, no en la «realidad» Dice Argullol sobre Leopardi algo que también podríamos aplicar a Emo: «El conocimiento está, por supuesto, indisociablemente unido al destino personal, pero se diría que éste quiere manifestarse, por encima de todo, como conocimiento». Emo llevó su credo (por llamarlo de alguna manera) hasta las últimas consecuencias. No necesitaba publicar nada porque creía que escribir es leerse uno mismo. Escribir es así la transcripción del libro interior, del libro mental y la lectura, no puede verse sino como una traducción a otro libro interior: escribo lo que leo, leo lo que escribo… hasta que los verbos se vuelven sinónimos: la palabra como espejo del pensamiento, el pensamiento como eco de otras palabras… dichas para mí y conmigo. «Emo empuja el pedal nihilista –ha escrito Franco Marcoaldi– hasta el final, sin embargo, invierte su signo en una teología negativa de la ausencia. El hombre moderno, emancipándose a sí mismo, liberándose de los dioses y de lo absoluto, se convirtió en trágicamente relativo e insignificante, perdiendo toda centralidad en un universo sordo y ciego, en un tiempo sin memoria, convirtiéndose en verdadera y horriblemente mortal».

 

En secreto y en silencio su pensamiento maduró y fue condensándose en los cuadernos. Fiel a sus ideas, desdeñó todo aquello que los escritores suelen desear: entrevistas, conferencias, congresos, lecturas, homenajes… Emo juzgaba casi obsceno el publicar. Era una idea que no le seducía en lo más mínimo, pero cuya práctica no condenaba en los otros. Para los contados amigos escritores que tuvo (Ennio Flaviano, Alberto Savinio y Cristina Campo, un alma tan solitaria como la del propio Emo) también su escritura fue un secreto y ninguno de ellos llegó a imaginar siquiera que el culto y esquivo aristócrata con el que conversaban por teléfono y con el que se carteaban era un escritor de valía, un filósofo singular. Para Emo, fueron las cartas la mejor forma que había de diálogo: 

 

 

 

La carta, la epístola es el diálogo, el más perfecto diálogo de una soledad. La creación del lector, del antagonista, es decir de otra soledad perfecta, en la cual el eco de la carta pueda resonar con extrema claridad. La carta es un diálogo porque es un monólogo que crea al otro, que se crea como el otro. Es una evocación del otro desde el fondo de una soledad que el otro ignora.

 

 

 

¿En qué medida no somos, cada vez que enfrentamos un texto, creación, invención del autor, más que creadores e intérpretes del mismo? A lo largo de este caudaloso río de reflexiones que es su obra, no son pocas las veces en que, asomados para abrevar, nos sorprendemos convertidos en una suerte de Narciso enamorado de la imagen que las aguas le devuelven. Creemos hallar secretas referencias (y creemos que muy posiblemente Emo sabía que las hallaríamos) y nos sentimos originales ante nuestros pequeños descubrimientos, nuestras asociaciones. No importa cuán falsas o certeras sean, cuan originales o peregrinas. No importa, pues no se trata de un examen, ni de una competencia: simplemente de una lectura. Aquí lo asociamos con Kafka: Estos escritos, cuando serán quemados, finalmente darán un poco de luz y su voluntad de que su obra no llegue a nosotros. Aunque esto no sea cierto pues el propio Emo dejó (¿dejó?) muy claro que quería ser leído:

 

 

 

Si fuera un escritor quisiera tener una carrera póstuma, para ser conocido entre aquellos que nunca me han conocido y desconocido para aquellos que me han conocido. Desde tiempos prehistóricos, el hombre nunca ha querido que su imagen esté en posesión de otros.

 

 

 

Como Emily Dickinson y su paisana Antonia Pozzi, nunca publicó nada en vida, convencido de que escribir no es sinónimo de publicar, juzgaba más importante la realización que su posterior difusión. Exiliado por voluntad propia de la fama, Emo prosiguió su tarea con la voluntad de la hormiga, pero a la velocidad del caracol. No tenía prisa alguna, sabedor de que Cada instante es infinito. Al final, ordenados y a buen resguardo, los cuadernos han ido saliendo a la luz y entregándonos sus maravillas. Sus interrogantes (que no pocas veces tornamos nuestras):

 

 

 

¿La esperanza es la síntesis entre la certeza y el engaño? ¿Es el más allá de la certeza, el más allá del engaño?»

 

El hombre no puede vivir sin imaginar a la vida fundada en imposibles; aquello que para el hombre es necesario, siempre es imposible: por ejemplo la divinidad.

 

¿Por qué la realidad debe ser solo en el presente? ¿No podría la realidad ser algo ya muy lejano?

 

 

 

Emo nos ha legado una bitácora de su largo viaje por el mundo de las ideas. Una gran obra sin centro, una suerte de pequeña galaxia poética y crítica, arcana y profunda escrita por un hombre que el mundo no hubiera dudado en juzgar insignificante pero que fue capaz de escribir cosas como esta: Somos como una vela que se destruye para iluminar. No puede ser luz si no es destrucción, si no se consume hasta las sombras. No hay conocimiento sin fe y no hay una fe sin conocimiento. ¿Existe un conocimiento puro? La luz del conocimiento es el más grande de los misterios, quizá el más absurdo de los misterios.

 

De su juventud a los últimos días de su vejez cuando ya se sabía condenado por la enfermedad, Andrea Emo escribió infatigablemente en sus cuadernos,  trazando ese gran retrato del mundo, que terminó por ser algo mucho más modesto: sólo el retrato de un hombre, de sus dudas y certezas, de sus deslumbramientos y esperanzas que de alguna forma también son las nuestras, el retrato de un pequeño gran mundo en el que no hay puentes ni catedrales, no hay hormigas ni escarabajos, no hay navíos, no hay obispos ni generales, ni muchachas deslumbrantes como ángeles bajo la luz del verano, sólo un hombre solitario formulando preguntas y regalándonos un puñado de respuestas, sólo la imagen de un hombre escribiendo infinitamente en el cuaderno del mundo: ¿El infinito muere, el infinito duerme, el infinito sueña, el infinito resurge?

 



[1] Todos párrafos que aparecen en este texto en cursivas (a excepción de los títulos de libros), corresponden a la autoría de Andrea Emo. En todos los casos la traducción es mía.

 

 

Rafael Antúnez es autor de La isla de madera y El hombre que amó a Matilde Urbach (novelas) Nostalgias de un fumador y La muchacha del verano (ensayos) y sus cuentos se encuentran reunidos en el volumen titulado Bajo la pálida luz de neón. Su libro más reciente es El emisario de Herodes (relato).

 

    Ha vertido al español El escarabajo y otros cuentos de Dino Buzzati, La noche misteriosa de Ledo Ivo, La sirena de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Casa de otros de Silvio D’arzo, Bestiario de amor de Richard de Fournival, El arte de la tentación (antología del ensayo inglés) y, más recientemente, Sobre la ciencia del onanismo de Mark Twain.

 

 

 

 

Semblanza y fotografía proporcionadas por Rafael Antúnez

 

 

 

Andrea Emo nace el 14 de octubre de 1901, Battaglia Terme, Italia. Fallece el 11 de diciembre de 1983, Roma, Italia. Libros: Il Dio negativo: scritti teoretici, 1925-1981

 

 

 

Semblanza y fotografía tomadas del portal: Atribune

 

 

 

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