El café
Para Tomás Segovia
Alguien se sienta solo en una mesa,
atisba sin mirar y medio escucha
el trajín de los trastes
y un rumor que se eleva
haciendo resonar las carcajadas.
El débil tintineo de un cubierto,
los transeúntes que pasan por la acera
le levantan la vista y marcan una pausa
a lo que está escribiendo.
Afina las palabras en medio de un murmullo
que se va por la puerta y deja un chiflón.
Al borde de la taza se abandona y piensa en frases
que el humo va lanzando por los aires.
Esas palabras no germinarían
en el silencio de una habitación,
necesitan que un mundo las abrigue
sin conducirlas a ninguna parte,
que las dejen ahí y otros las lean
al borde de otra taza,
al paso de la gente.
El catalán
En mi infancia mis padres
lo fueron enterrando.
Sólo lo usaban para andar por casa.
Mi abuela en cambio,
vivía todo el día
apoyada en su lengua.
Su catalán también crecía allí,
en ese suelo árido
donde tuve dos nombres,
aquel con que mis padres me llamaron
y el de mi yo silvestre y marginal
en boca de mi abuela.
Ya no tengo ese idioma
ni ese nombre,
sólo el recuerdo del clima agreste
en que mi abuela hablaba.
Había un ruido excesivo
que me impedía saber
lo que mis padres
callaban al perderlo.
Pero yo aún escucho
su música huidiza,
me da lo necesario para ir tanteando
entre la oscuridad.
No puedo conformarme
como lo hacía mi abuela
imaginando que las palabras surgen
sólo para dar forma al pensamiento.
Necesito que me hagan tropezar,
que me fije en que no puedo ver así de golpe
y me obliguen a estar, a detenerme.
Mamá
Te hablo por teléfono y miro con distracción
una fotografía en la que tu me cargas.
Somos y ya no somos esas mismas,
nos unen esos brazos
que ahora se reducen a esta línea.
Hay un misterio por haber salido de tu cuerpo,
ser parte de ese azar que tú fuiste llevando.
En él se amarra el hilo donde se afirma y no
mi nacimiento:
desde ahí mi vida corre como un nudo.
No hay libertad en ello y si la hay
es sólo aceptación llena de asombro
de ir por una vía sin regreso,
en la que todo pudo no empezar.
Cómo dejar atrás ese dolor
de ser pequeño y amanecer sin nada
cruzando una frontera hacia quién sabe dónde,
junto a la hermana con otros que atraviesan
heridos, sin familia
y el alma empalizada por el miedo.
Aunque después los padres aparezcan,
aunque se borren el tiempo y los lugares
en que pasaba eso y gane la razón
de llegar aquí y ser salvado,
cómo dejarlo atrás, cómo enterrarlo,
cómo hacer una vida encima de eso
que no sea un borde muy delgado
desde el que se mira siempre de soslayo
la pendiente de una memoria
que por sobrevivir se fue borrando.
Mi padre andaba en sueños,
era el niño que fue sin recordarlo;
en el permaneció siempre plegado
como una sábana
que nunca se gastara con el tiempo.
Si reíamos con él hasta el cansancio,
su blancura absurda nos invadía el ánimo,
como si recomenzara todo
en una niebla que lavara el llanto.
Una infancia entre adultos exiliados hablando sin parar
me sumió en las grietas de acaloradas discusiones.
En silencio siempre quise salvarlos de lo que se decían,
de que creyeran tan firmemente en ello
que fueran incapaces de otros gestos más dúctiles
con los que remontar tanto dolor y tanto desencanto.
Estas palabras con las que ahora escribo
están todavía en esas grietas
tratando de cruzar y de salvarlos,
y así salvarme de algo que ya no existe
o que sólo está en mí.
Ahora estas palabras me tienen en el borde
y ya no me despeño;
fui una piedra creyente,
creyente de sí misma y ahora nada soy,
no me asustan las grietas,
las llevo desde siempre.
Luchábamos por festejar la Navidad.
Insistíamos en poner el árbol
y un nacimiento en cuyo pesebre
siempre dormía un gato.
Lo único que lográbamos
era comer pan dulce con chocolate
y jugar dominó,
no había cena,
había comida el 25.
Todos la festejaban, por qué nosotros no;
que éramos ateos, respondían.
Pero nosotros, sus hijos, podíamos ser como todos
y quizá algún día ese dios vendría a socorrernos.
Nuestra madre se paraba en el balcón,
se fumaba un cigarro esperando ver el ovni.
Al llevarnos de niños por la calle
nuestra madre iba absorta
sin ponderar el suelo que pisaba
y casi sin mirar alrededor.
Apretaba nuestras manos fuertemente
transmitiendo su miedo de exiliada,
de estar perdida en la ciudad ajena.
Esos eran los sueños que tenía y yo los heredé
como si fueran parte de mi cuerpo.
Me ha costado saber que no son míos,
que es su desamparo que me toma con fuerza
y me aparta de mí y del territorio
que recorro a diario con mi perro
sólo para curarme la extrañeza
de la impronta que traigo.
Hasta el sesenta y ocho viví entre sueños,
gracias a papá que amaba el cine
más que a la vida real
y no me lo prohibía.
En la televisión los alimentaban
con gente que viajaba a las estrellas
o se burlaba de la guerra fría,
también los Beatles me hacían soñar otros paisajes.
El hombre unidimensional de Marcuse,
muy subrayado y anotado por mamá,
y La vuelta al día en ochenta mundos de Cortazar
siempre estaban dispuestos en la sala,
yo los hojeaba casi sin entenderlos.
Mi hermano leía a Dickens y a Twain,
quizá ya también leía a Beckett,
el teatro del absurdo nos rodeaba,
él y mi prima actuaban para toda la familia los domingos.
Mamá me envío a Tlatelolco con los tíos, primos y abuelos
al final de septiembre,
para que no anduviera con estudiantes mayores
que al sur de la ciudad organizaron mítines,
los hippies ya no estaban.
El 2 de octubre me tomó por sorpresa a mis catorce años;
supe que nos mataban
por soñar sin saber qué estábamos soñando.
Alicia García Bergua nació en la Ciudad de México el 9 de septiembre de 1954, es poeta y ensayista. Es autora de los libros de poesía Fatigarse entre fantasmas (Ediciones Toledo, 1991), La anchura de la calle (Conaculta, col. Práctica Mortal, 1996), Una naranja en medio de la tarde (Libros del Umbral/ Pablo Boullosa, 2005); Tramas (Cálamos-INBA-Conaculta, 2007), El libro de Carlos (Ed. Juan Malasuerte, 2007), Ser y seguir siendo (editorial Textofilia 2013), Los zapatos en círculo, ( breve antología de la Universidad de Guadalajara, 2020) y Canciones en voz baja (Ediciones Bon Art/ UACM, 2021), y de los libros de ensayo Inmersiones (Dirección General de Publicaciones, UNAM, 2009) y La lucha con la zozobra. La Libertad bajo palabra en los poetas Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y Octavio Paz (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2022).
En junio de este año participa con sus poemas en la exposición Sea of Shadows/Mar de sombras en el Instituto Cervantes de Manchester.
Ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de México 2001-2006 y
2011-2013 y 2017-2019.
Tiene una larga trayectoria en la divulgación científica y trabajó como editora y escritora de textos de divulgación de la ciencia en la revista ¿Cómo ves? y como coordinadora en el portal-taller de escritura creativa en divulgación científica Cienciorama www.cienciorama.unam.mx, en la Dirección General de Divulgación Científica de la UNAM.
Semblanza y fotografía proporcionadas por Alicia García Bergua
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RAFAEL REYES PÉREZ RANGEL (domingo, 21 julio 2024 21:25)
Me gustan los poemas de la poeta Alicia García Bergua, en especial me gustó más el último. ¿No escribe poemas con más ritmo y con rimas, aunque sean imperfectas? Me gustaría leerlos si los ha escrito o si los escribirá.