No te quites la máscara
No te quites la máscara,
confúndete con ella
hasta ajustártela
célula a célula.
No te la quites
ni en soledad siquiera,
para que olvides
que la tienes puesta.
No te quites la máscara
aunque suenen huecas
a veces tus palabras
a través de ella.
No te la quites nunca
ni pruebes otras nuevas,
confórmate con una,
la que mejor te queda.
A un caracol
Te encontré en un ángulo
del quicio de la puerta
que da al patio.
Ahí ya llevas,
quieto, muy quieto,
sin salir afuera,
todo el invierno,
como una minúscula
moldura en el techo.
Qué bien te ocultas,
caracol, del frío
qué bien te ocultas.
Yo también vivo
–si lo pienso con calma–
medio escondido
dentro de mi casa
que, aunque no llevo a cuestas,
sin ella no soy nada.
Caracol, despierta
de tu letargo,
que ya la primavera
está en el patio.
Mi vieja máquina
Desde la adolescencia
ya me acompaña
fijando mis silencios
y mis palabras.
Así que en ella he escrito
todos los poemas,
todos sin excepción
hasta la fecha.
Cuánta paciencia tiene
mi vieja máquina,
pues aún la aporreo
con torpe maña.
El ruido tosco y seco
que hacen sus teclas
acaso está en el fondo
de mis poemas.
Esta maciza Perkins
todo lo aguanta
menos que yo la cambie
por otra máquina.
Y cuando al fin le falte,
qué será de ella,
tan anticuada e inútil
para cualquiera.
Carrera de caballos
Playa de Sanlúcar de Barrameda
Aquel caballo que en mi infancia
a mitad de carrera se partió
las patas delanteras,
cada verano se levanta
y se confunde con los que ahora mismo
galopan en tropel hacia la meta.
Cuando el sol se ponía
sobre la bajamar, en una tarde
tan expectante como esta,
aquel caballo lo tumbó
de una inyección letal mi tío Fernando
para que no sufriera.
Cómo me impresionó cuando sentí,
entre el revuelo de la gente,
su cuerpo golpear
contra la arena,
el que cada verano se levanta
para correr con los caballos
que ya cruzan la meta.
El tren de los niños
Verano a verano, de noche y de día,
como un espejismo,
rueda por las calles, y no por la vía,
el tren de los niños.
Rueda que te rueda con su algarabía
a ningún destino,
solo por el gusto de una travesía
sin fin ni principio.
Cada vez que pasa por la vera mía,
adiós yo le digo
porque me contagia toda su alegría,
dando un gran pitido.
Ruedan que te ruedan sin monotonía
sus tres vagoncitos,
los que siempre llevan en mi fantasía
a los mismos niños.
Ante el David de Miguel Ángel
¿Cómo es que no has lanzado
todavía la piedra a ese gigante
después de tantos siglos?
¿A qué esperas, David,
mirando sin cesar a un punto fijo?
Petrificado, absorto,
¿desconfías, en el último instante,
de tu fuerza y tu tino?
En eterna amenaza
se quedarán, David, todos tus bríos.
Tira la piedra ya,
aunque a nadie le des y, finalmente,
se pierda en el vacío
del tiempo y tú con ella,
sin que cumplas, David, con tu destino.
Carta póstuma a Wisława Szymborska
Ahora que ya te has ido
para siempre en pleno sueño,
aunque no me conociste,
me animo a hacerte unos versos.
Qué bien te entiendo yo siempre
a través de tus silencios,
silencios que en tus poemas
dicen aún más que los verbos.
Como no sé cómo suenan
en polaco tus desvelos,
tu sentido del humor
–tan inquietante y perplejo–,
los imagino en mi lengua
a través de esos silencios
que en español o polaco
muestran los mismos misterios.
Estupor e incertidumbre,
esos hermanos eternos,
parecen entre tus líneas
encontrarse en su elemento.
Tus palabras se conforman
con dar el tono concreto
para que hablen por sí solos
las situaciones, los hechos.
Ahora que ya te has ido,
con gratitud te confieso
que he tratado de callarme
a tu manera en mis versos,
callarme con otros ritmos,
otra métrica, otros ecos,
no los tuyos, y nombrar,
sin nombrar, mi desconcierto.
Qué bien me entiendo a mí mismo
cada vez que te releo.
Lamento de Lázaro
Cristo dijo a Lázaro: Levántate y anda.
Tal vez hubiera sido preferible que
le dijera: levántate y habla.
Roberto Juarroz
Qué desgracia, Jesús,
que tú así te dejaras
llevar por el inmenso
dolor de mis hermanas.
Ahora, en el fondo, nadie
desea estar conmigo
y a ellas mismas les doy
un vago escalofrío.
Te olvidaste de mí
ante la maravilla
de levantar mi cuerpo
e infundirle la vida.
Tu maldito poder,
ay, cómo me condena
a morir otra vez.
Francisco José Cruz (Alcalá del Río, Sevilla, 1962) ha publicado, entre otros libros de poemas, Maneras de vivir (I Premio Renacimiento de Poesía, Sevilla, 1998), A morir no se aprende (Málaga, 2003), Hasta el último hueso. Poemas reunidos 1998-2007 (Mérida, Venezuela, 2007), El espanto seguro (Sevilla, 2010), Un vago escalofrío (Bogotá, 2015, Valencia, 2019).
Dirige en Carmona, desde su fundación en 1990, la revista de creación Palimpsesto. Autor de varias compilaciones y ediciones, durante 2005 y 2006, dirigió en la capital hispalense los encuentros Sevilla, Casa de los Poetas.
Fue asesor literario de la Biblioteca Sibila de Poesía en Español y actualmente lo es de la revista Sibila.
Semblanza y fotografía proporcionadas por Carmen Nozal
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