A Zingonia Zingone
A inicios del año 2023, en portales de Internet fue ofrecida en venta Iguana Island, isla del mar Caribe ubicada a 17.5 kilómetros al sur de Bluefields. Se anunció que por US$475.000 se podía ser propietario de un sitio perfecto de dos hectáreas para nadar, pescar y admirar espectaculares puestas de sol, además, con una casa de tres habitaciones y dos baños. La Procuraduría General de la República calificó de ilegal y fraudulenta la oferta y afirmó que la isla pertenece al territorio de las etnias Rama y Creole, impúdica defensa, pues en las últimas décadas muchas personas originarias de esos pueblos fueron asesinados y despojados de sus tierras con total impunidad. La historia de Nicaragua ha registrado que malandrines nacionales y extranjeros se han adueñado, vendido o regalado bellas escenografías de su territorio.
En 1856, el aventurero norteamericano Henry Kinney, mediante supuesta concesión otorgada por el rey misquito Robert Charles Frederick —impuesto en la costa Caribe nicaragüense por los ingleses— obtuvo patrocinio financiero de Caleb Cushing, Procurador General de Estados Unidos, para colonizar y establecer su gobierno en La Mosquitia, pretensiones que anuló el filibustero William Walker, quien se había adueñado del país y autoproclamado presidente de la República. Luego, en 1914, al ser firmado el Tratado Chamorro-Bryan, el gobierno concedió a perpetuidad gran parte del territorio a Estados Unidos para que construyeran el mítico Canal Interoceánico. A cambio recibió tres millones de dólares, abonados de inmediato a la deuda externa de Nicaragua con banqueros norteamericanos.
Setenta y seis años después, en la década de 1990, un alcalde de Granada, tuvo la genialidad de regalarle una isleta del Gran Lago a Michael Jackson. Según sus cálculos y elucubraciones, así atraería a numerosos inversionistas extranjeros. No se supo si el Rey de Pop aceptó tan onerosa dádiva. El estigma de vender o regalar la patria continuó reluciendo en el siglo XXI, cuando en 2013, en total ilegalidad, el dictador regaló la soberanía nacional al empresario chino Wan Jing para construir el mitológico Canal, Cuerno de la Abundancia que enriquecería para siempre a los nicaragüenses, sin importar que eso destruyera al Gran Lago. La farsa no duró mucho. El asiático cayó en desgracia y el Canal continúa siendo un cuento chino.
Pero la estafa maestra con gran parte del territorio nicaragüense la urdió el escocés Gregor MacGregor, exyerno de un Almirante inglés y exmiembro de la Armada Británica y del Ejército de Portugal, cuya holgura económica —adquirida y usufructuada durante su vida conyugal con la hija del Almirante— terminó al enviudar, sin que pudiera recuperar los atractivos bríos monetarios, pues las desconocidas raíces de su árbol genealógico nunca habían absorbido las savias de tierras aristocráticas.
En 1810, cuando Bolívar llegó a Londres a reclutar oficiales para enrolarlos en su guerra por la independencia de Venezuela, MacGregor, de 24 años, vio la oportunidad de enriquecerse y, con el grado de coronel, se alistó bajo las órdenes del Libertador. Pronto se destacó por sus saberes, habilidades militares y heroísmo en combate, por lo que el generalísimo Francisco de Miranda le confirió el grado de General de Brigada de Caballería. Además, en busca de la buena vida, se emparentó con Bolívar al casarse en Caracas con su prima, Josefa Aristeguieta.
Diez años galopó páramos infinitos y ásperos relieves de la extensa cordillera de los Andes, en aquella guerra interminable orientada a construir la gran patria latinoamericana. Sin embargo, cuando en los campamentos de campaña el menú sólo incluía carne de caballos y las ventiscas laceraban su piel, cuestionaba su presencia y permanencia en tan agrestes lejanías.
Ya no sé qué hago aquí, donde cualquier día me puede matar una bala perdida, el filo de una espada o un puñal. Los objetivos de Bolívar y su gente no son los míos; me uní a su causa pensando en las riquezas que podía obtener, pero ellos luchan por quimeras, por conceptos intangibles y sin valor material, porque libertad, soberanía y autodeterminación, no valen nada en oro. Ahora tengo 34 años y estoy más pobre que cuando vine. Lo único ganado es un rango militar superior al que tenía cuando me enrolé con estos soñadores, que no me sirve de mucho, y una mujer que es un amor, pero de amor tampoco se vive, menos como quiero vivir. Tengo que salir de este laberinto y hallar una solución para volver [a Inglaterra] enriquecido.
En 1820, de 34 años, decidió que para atesorar fortuna era más práctico ser ladrón que héroe. Con tal lógica reclutó 270 mercenarios, se coludió con el corsario francés Louis Aury y fracasó en el intentó de tomar Portobelo, en Panamá. En su huida permaneció varios meses en la Costa de Mosquitos, en el Mar Caribe, entre Nicaragua y Honduras. En sus desvaríos en la jungla inventó un país, lo llamó Poyais, se proclamó su cacique y viajó a Inglaterra con la certeza de que allá vendería su ficción. En Londres contactó al aristócrata John Richardson, su amigo y compañero de armas y con el sigilo de quien devela un valioso y misterioso secreto, le mostró el título que el rey Jorge Federico, monarca de la Nación Mosquita, libró a su nombre en Saint Joseph, capital del reino, cediéndole un territorio de 22.000 kms².
―Imagina, dear John, en cuántos miles de parcelas podríamos convertir esa gran extensión, similar al tamaño de Gales; piensa en los millones de libras esterlinas que ganaremos al venderlas y beneficiar a miles de colonos.
Cautivado por la codicia, Richardson aceptó asociarse en la venta del exótico país y MacGregor lo nombró su embajador en Gran Bretaña. Luego publicaron el Manual para Colonos, elaborado por el desconocido Thomas Strangeways, quien detalló peculiaridades del Estado de Poyais. Describió Saint Joseph, su gran castillo, el edificio del Parlamento, la ópera, la catedral, el puerto moderno, y esbozó la amplia Costa de Mosquitos, protegida por pequeñas cadenas montañosas. Además, destacó sus minas de plata y ríos con profusas pepitas de oro. Agregó que el tabaco crecía solo, el pasto para el ganado era abundante, y un hombre podía abastecer el alimento semanal de su familia en una corta jornada, pues sobraban la caza y la pesca.
Asimismo, publicitaron folletos con bellos paisajes; organizaron exposiciones en todo el Reino Unido; crearon Oficinas de Inmigración, donde colonos potenciales podían comprar terrenos en Poyais, a cuatro chelines el morgen; emplearon británicos ricos; cambiaron libras esterlinas por dólares de Poyais, abrieron su embajada en Dowgate Hill, en el corazón de Londres y, entusiasmada, la prensa londinense anunció el inicio de su colonización. Creado el escenario, planificaron vender ocho millones de acres en parcelas. Richardson ideó emitir Bonos de Deuda para consolidar al Estado de Poyais. En octubre, un conocido banco londinense dio a MacGregor 200.000 libras esterlinas en préstamo. Después, la Bolsa de Londres vendió sus acciones en paquetes de 100, 200 y 500 Libras, bonos a 30 años y al 6% de interés anual.
Entonces reinaba Jorge IV —El Tartamudo— famoso por sus extravagancias y pantagruélicas bacanales y porque al morir en 1830, encontraron en su biblioteca del castillo de Windsor, siete mil sobres lacrados, clasificados por años y meses, cada uno con nombres, apellidos y títulos de sus amantes y adentro, primorosas trencitas de vellos púbicos, y detalles del cómo y dónde de sus orgías. El Tartamudo recibió al embajador Richardson. Después de su visita nombró Sir a MacGregor y estableció relaciones diplomáticas y comerciales con Poyais. Por otra parte, la escasa información en Londres sobre la situación de los recién independizados países de Centroamérica, su interés en nuevas colonias y mercados, el prestigio de Sir MacGregor en la aristocracia londinense y sobornos a influyentes personajes a cambio de apoyo político, fueron elementos determinantes para consumar el gran golpe.
Luego de sus prominentes jornadas de marketing, en enero de 1823, doscientos escoceses se embarcaron en el Kinnersley Castle rumbo a Poyais. En sus baúles, los títulos de tierras, en sus bolsillos, dólares poyaisinos y en sus mentes, ilusiones y esperanzas de mejorar sus vidas. Dos meses después, el barco atracó en la Black River Lagoon. Nadie los recibió. Tampoco vieron la capital ni sus edificios de estilo europeo. Entonces supieron que sus títulos y dineros no valían nada y que lo único que abundaba eran mosquitos, vectores de malaria y fiebre amarilla. En tan agrestes condiciones fallecieron ciento ochenta hombres, mujeres y niños, mientras en Londres, Sir MacGregor departía en fiestas con la hight societe inglesa.
Un año después, cincuenta estafados desembarcaron en Londres. Los diarios divulgaron su tragedia y sugirieron que eran víctimas de un fraude gigantesco. Sin embargo, ellos preferían pensar que su drama se debía a errores y exoneraron a MacGregor. Entonces, como aún ocurre en reiteradas ocasiones, los jueces condenaron a los periodistas más críticos, como si fuesen responsables del atraco. Sir MacGregor huyó a París, sin desistir en esquilmar a otros incautos. Allá se asoció con la Compañía de Nueva Neustria y en otoño de 1825 zarpó el primer grupo de franceses hacia Poyais. A finales de ese año fue acusado de fraude, encarcelado en la prisión parisina La Force, pero liberado por argucias de su hábil abogado.
En 1827, al regresar a Londres, fue apresado, pero sus contactos políticos impidieron que lo procesaran y fue liberado. Durante varios años vivió de sus riquezas en la Provenza francesa. En 1839, un año después de fallecer su esposa, prima de Bolívar, llegó a Caracas, solo y empobrecido. Allá utilizó la carta ―lo único auténtico que tenía― en la constaba que El Libertador lo nombró Mayor General y el gobierno de Venezuela le reconoció su pensión de militar en retiro. Murió en 1845. Como suele suceder, ser estafador y protestante no impidió que le rindieran honores militares en sus exequias ni que lo sepultaran casi en olor de santidad en la Catedral Metropolitana de Santa Ana, en Caracas ni que su nombre fuese inscrito en el Monumento a los Libertadores.
Él lo había aseverado: —¡Ser ladrón es mejor que ser héroe!
Costa Rica, marzo 2023 – julio 2024.
Mario Urtecho. (Diriamba, Nicaragua, 1954). Autor de Voces en la Distancia, ¡Los de Diriamba!, Clarividencias, Los nicaraguas en la conquista del Perú, Mala Casta, La mujer del padre Prado y
otros cuentos, y 200 años en veremos.
Editó la Revista Literaria El Hilo Azul y ha revisado obras de prestigiados novelistas, cuentistas, poetas, historiadores y ensayistas, incluida la antología Pájaros encendidos de Claribel
Alegría y la poesía completa de Leonel Rugama y Ernesto Cardenal.
Cuentos, ensayos y artículos suyos fueron publicados en diarios nicaragüenses, Revista y Antología de la Academia Nicaragüense de la Lengua, Revista Cultural Centroamericana Carátula, Memoria del
Encuentro Internacional Rubén Darío en el centenario de su muerte, Editorial Alfaguara, Editorial Nuevo Ser (Argentina) y L´Ordinaire Latino-américain (Toulouse, Francia).
Semblanza y fotografía proporcionadas por Mario Urtecho
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