Poemas de Manuel Parra Aguilar

 

 

Su fuego en la tibieza

 

El tiempo pasa

 

                           El fuego quema

 

Efraín Bartolomé

 

 

 

 

 

Nadab y Abiú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario,

 

y pusieron en ellos fuego, sobre el cual pusieron incienso,

 

y ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó.

 

Levítico 10:1

 

 

 

 

 

¿Acaso no es este el fuego que nos reclama casi con furia desde su origen? ¿No es este el fuego en el que al momento de la entrega nos arrodillamos lastimosamente? ¿No son estas las llamas que en el perímetro de la emboscada nos hicieron recobrar la compostura? ¿No son estas las cicatrices que marcan su territorio? ¿No es acaso esta la casa de fuego? ¿No es este el pueblo de ese mismo fuego? Este de aquí, ¿no es el incienso carbonizado? ¿Acaso no era aquel su dominio? ¿No son estas las cenizas? ¿Y son estas las túnicas de lino, los cintos de ese mismo fuego? Pero, ¿no más andar entre el santuario, interceder, beber y empezar? ¿No es este el fuego que nos iluminaba el corazón? ¿Y esta es la muy suave flor de harina? ¿Acaso no es este el fuego que nos reclama casi con furia desde su origen?

 

 

 

 

 

Desde esTe ángulo ardiente en el horizonte, la columna aún sostiene las llamaradas. Aluzados, vimos las formas entre el soplar del viento; vimos el fuego seco cuando desaparecieron los hombres frente a él, cuando todo se estaba violentando,  

 

violentando,

 

violentando.

 

Vimos los ardientes ríos descender del cielo; escuchamos las durísimas columnas morder el fuego. Ahora vemos las huellas de aquellos que pasaron, vemos las cenizas de aquellos que aquí estuvieron, y vemos los incensarios marcados por las llamas que ellos dejaron entre las columnas de la indócil madera; vemos el silencioso altar apenas sostenible; vemos las paredes del escozor y la sombra de la acacia. Y a donde quiera que miremos nos hieren las ansias de estar en otro lugar.

 

 

 

 

 

Bajamos hacia la hondonada, descendemos hacia los lugares en los que el fuego ha hecho sus estragos –rastros donde el tiempo ha dejado sílabas de silencios–; levantamos los carbones de la duda y vemos la sangre bermeja; otra vez nos despereza el aroma ardiente de la grasa que no mancha las telas, pero sí las manos; movemos con la yema de los dedos los restos de lo que antes tuvo vida y sentimos la tibieza –rubor del roce de la mano– y vemos la mancha de su quemazón, y de nuevo imaginamos la soledad de los dioses en los orígenes de la llama.

 

 

 

 

 

Quiere que los llevemos fuera del campamento a tientas, a donde el día lanza sus azules llamaradas; arrastrarlos, arrancarles cada una de sus vestiduras. Quiere que los llevemos delante del santuario porque así lo pide. Su disposición así lo pide. Aunque insistamos que no hay encantamiento ni qué nada. Y aún es temprano y no cerramos la puerta y no encendemos el incienso porque no lo creemos necesario, no pensamos siquiera que fuera posible que el fuego –fatigado de peñascos, muerto de cansancio– viniera por ellos. Y más que dolor tememos ver nuestras túnicas hechas pedazos. 

 

 

 

 

 

A hurtadillas bebieron el vino del padre, no lo he olvidado, no fue un sueño confuso el que tuve. Sus sandalias en la entrada de aquella casa permanecen, lo mismo que mi fiel corazón. Después de todo este tiempo por fin lo he puesto a secar al sol. Sublime aspiración la que tenían: alejarse del camino que creíamos correcto, acercarse al libertinaje y los placeres.

 

 

 

 

 

Aquella es una puerta por donde cabe una alegre migaja de cielo y frente a ella hay tres torres que se esfuman con todo lo que nos pertenece; aquel es un cordero que lame el metal de la sangre entre las cenizas; aquello de más allá son los restos del vuelo de una paloma, restos que serán puestos en el fuego, y esa es una casa que se colorea cada cierto tiempo con el tinte de la sangre; ese es un fuego seco, aquellas son casas laterales; detrás de sus gemelas huellas, los extranjeros cantan una canción del exilio –canción de bayas y frutos secos– y aquel es un hombre que reúne en su mano unos cuantos guijarros, y celebra sin querer la respuesta que tiende a secar en el poema que cuelga de las ramas.

 

 

 

 

 

En las orillas del santuario hay sitio para dos. Las hojas en llamas se integran al fuego. Desde las ramas del agracejo una paloma bajó despertando la presencia de la hembra. El viento esparce las cenizas donde niños y adultos disipan la sonrisa de Dios. Es aquí donde con furia se quemó el aceite. A Dios hay que cargarlo con cuidado. Las brasas solo han quedado como testigos, hundiéndose en el calor de la ruina. Y aún no podemos entender ese lenguaje madurado en el silencio.

 

 

 

 

 

Caminamos sobre las contradictorias cenizas de la tierra, presos de la ciega sed, verticales de la luz. Sabia luz: su peso nos lastima, nos hiere como un fuego que se nutre de otro fuego. Nos arriesgamos a develar la imagen detrás de las llamas y vemos la insinuación de los huesos; nos arriesgamos a develar la salvación de los cuerpos que en el interior quedaron, aun cuando no quedaba nada por salvar. Y se destruye todo lo creado; somos observadores entre cenizas. Hemos cedido a todo capricho y no hemos sabido cómo leer cada una de las teologías. Cegados por el fuego, toda oscuridad nos enfurece.

 

 

 

 

 

Todavía presentimos la catástrofe. ¿Quién será el que describa lo que hemos visto? El fuego comenzó a descender, quebrando los utensilios que se entregaron a cada una de las ardientes sombras. Fuimos testigos consumidos por el miedo. Y el calor consumió nuestras palabras, las llenó del mismo humo que se pronunció en el exilio.

 

 

 

 

 

Yo no me sé la huida que tienen los objetos en contra de la llama plena de belleza, la carda llama que no es de la boca de Dios. Si ya el minúsculo día languidece, si ya sobre la espalda la transparencia nos ilumina, si ya la piedra sobre la espalda, si solo es claridad, propicia claridad de la primera hora. ¿Dónde está la claridad fingida?

 

 

 

 

 

Este es uno de esos hombres que llenó sus pulmones con el fuego. Este es uno de los dos hombres que se revolcó en el fuego. Este es el hombre que cubrió su piel con el fuego. Este es otro de los hombres que cubrió sus oídos del sonido del fuego. Este es el poema que habla de ese extraño fuego. Yo soy quien escribe este poema.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Manuel Parra Aguilar. Hermosillo, Sonora. Maestro en Estudios de Arte y Literatura por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ha ganado el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines; los Juegos Florales Iberoamericanos Ciudad del Carmen; el Premio Internacional de Poesía Oliverio Girondo, organizado por la Sociedad Argentina de Escritores, SADE; el Premio Nacional de Poesía Amado Nervo; el Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal, entre otros. Libros: Los muchachos del Guinness Book, Permanencias, Pertenencias, entre otros.

 

 

 

Semblanza y fotografía proporcionadas por Manuel Parra Aguilar

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