CIEN AÑOS DE ERNESTO CARDENAL
Aún flotaba en la estancia el tenue aroma a jardín y tierra mojada y estremecían su piel los escalofríos generados por musgos, flores tropicales, rosas, tulipanes, orquídeas y girasoles, germinados en la médula de los huesos y brotados del cráneo, ojos, oídos, nariz, boca, del cuerpo todo. Así, transfigurado en extravagante bouquet multicolor, emergió de su onírica neblina y sentado en la orilla de la cama supo que esa era la señal invocada al cielo.
Era tiempo de morir. Ese 20 de enero del 2020 cumplía 95 años. Ahora le parecía tan lejano el tiempo que, con precoz imaginación atendía los relatos que le hacía su culta y exquisita abuela Agustina, cuentos que lo amigarían con libros y generarían armónicas conexiones poéticas con sus primos José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra, quien años después lo recordaría con rostro de pájaro distraído, agudo e inquieto, sentado en una butaca, los pies sin tocar el suelo, leyendo totalmente abstraído del mundo, versos y versos sin parar...
Vivió en León, en el barrio de más abolengo para la poesía nicaragüense. Ahí se sumergió en la magia de la infancia y de la casa de Rubén Darío, hechizada entonces por la alucinante presencia del extraordinario poeta demente Alfonso Cortés. Entonces creó sus primeros poemas. Regresó a Granada y estudió en el Colegio Centroamérica. El poeta jesuita Ángel Martínez fue su guía y, condiscípulos suyos, Carlos Martínez Rivas y Ernesto Mejía Sánchez, minotauros de insurrecciones solitarias, ensalmos y conjuros, y cánticos cósmicos.
Recordaba imágenes de su agitada existencia, construida de electrones que no existen, sino que tienen tendencia a existir, pero estamos compuestos de ellos: Solentiname y sus garzas blancas; los volcanes Concepción y Maderas, senos morenos emergidos del agua acunando a Ometepe; cardúmenes de peces navegando el Cocibolca; campesinos interpretando el Evangelio; pintores y artistas primitivistas creando el mundo; niños con cáncer escribiendo poemas con él y Claribel; recitales en lejanos países; eucaristías en campamentos guerrilleros con quienes se inmolarían por la libertad de Nicaragua. Y él, rodilla en tierra, amonestado por Karol Wojtyla en la Plaza de la Revolución.
Finalizaba su entropía, ese tiempo que se va y no vuelve jamás.
Sacudió lejanos recuerdos y oró como cada madrugada desde su época de novicio en el monasterio trapense de Gethsemani, Kentucky. Se duchó, vistió cotona blanca, pantalón azulón, calzó sus sandalias de caminante y, después de generoso desayuno, se sentó frente a su vieja máquina de escribir, insertó una hoja entre la varilla sujetadora y el cilindro de caucho, cerró los ojos y ordenó sus ideas, las yemas de los dedos quietas sobre el teclado.
Vio en la pared el rústico crucifijo de madera tallado por él; vasijas con lápices, papel para escribir y su emblemática boina negra sobre la mesa; allá, una hamaca, un sillón y un viejo afiche de una revolución traicionada. Se quitó las gafas, cubrió su rostro con las manos, pasó las yemas de los dedos sobre sus ojos, acomodó su blanca melena y se dispuso a dar fe, así en la tierra como en el cielo, de su quehacer literario, el charco en la calle está muy sucio, pero en el charco hay un cielo limpio y en el cielo una araucaria…
Giró el rodillo, centró la página y escribió:
Ahora que por mi avanzada edad cada vez estoy acercándome a la muerte
deseo declarar que voy hacia ella tranquilo y sereno, con la convicción profunda
que es una condición de la resurrección, y que para resucitar hay que morir,
y que, en realidad, no hay muerte, sino lo que hay es resurrección.
Pasó el envés de su mano izquierda sobre el mentón erizado de brotes blancos, y continuó.
Siento, como ya lo dije en un poema, que las cigarras, después de enterradas 17 años,
salieron de la tierra a cantar en la primavera en que entré al monasterio, y cantaron la resurrección.
Y se vio novicio en la lejana abadía trapense en los años 1957 y 1959 dedicados al Dios que conoció aquella tarde en las inmediaciones de la laguna de Tiscapa en Managua —donde hay un banco bajo un árbol de quelite que tú conoces—, frente al palacete del otro dictador, construido sobre la cornisa del cráter, encuentro que trasmutó su espiritualidad e inició su vida en el amor, cultivada con especial esmero hasta el final de sus días.
Siento, como también dije en un poema, que los monjes del cementerio trapense
no resucitarían solos, como fueron enterrados, sino que, junto con ellos resucitará toda la tierra ya renovada.
Y recordó el cementerio verde de hierba recién rozada con sus cruces de hierro en hileras, como una siembra, y la hora del Oficio Nocturno, cuando la iglesia en penumbra parecía que estaba llena de demonios, presagio acontecido cuando hordas de demonios enviados por Caifás invadieron la Catedral de Managua y escarnecieron sus exequias, pues los crustáceos no han evolucionado en trescientos millones de años.
Siento también, como dije en Coplas a la muerte de Merton que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la muerte que es la vida; que la imagen de la muerte no es el sueño, sino la lucidez. Es una puerta abierta al Universo. Dejamos el cuerpo como se deja el cuarto de un motel. Y morir no es salir del mundo, sino unirse en él.
En su vida abundó el amor. De átomos de estrellas, tú. Claudia, Carmen, Adelita, Ileana... Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido. Tú que fuiste joven y bella inspiraste epigramas una vez y como mi vejez estás vieja. Astrofísica triste del amante solitario en la noche.
También sigo pensando, como dije en Somos polvo de estrellas,
que la muerte debe ser buena, porque si no, Dios no hubiera creado un universo
donde todo muere. También repito aquello de san Pablo, como ya lo hice en
Elegía a Cristina Downing, de que, si Cristo no ha resucitado, estamos jodidos.
Afuera la dictadura no interrumpe el martirio de sagrados cuerpos encarcelados, muertos, heridos, golpeados, con calibres de AK-47 dentro del ano…Una cárcel con el nombre del campamento de Sandino. Y el niño Conrado desangrándose porque a los médicos se les prohibió atenderlo. Y murió diciendo Me duele respirar. A todo el país nos duele respirar…
¡Somos átomos inteligentes, estrellas estudiando estrellas! Si hay Dios somos inmortales y si no hay no somos… no hay otra alternativa que ser eterno o eternamente no ser, o eternidad o nada, no hay otra cosa, sólo el tiempito que estuvimos vivos.
Finalmente repito también lo que dijo el paisano Rubén (nuestro paisano inevitable): ¡Jesucristo no está muerto! Su tumba está vacía. Y toda tumba está vacía.
Así lo estará la mía.
El 1º de marzo, cuarenta días después de sentarse a escribir su póstumo legado, regresó a las estrellas. Y su tumba en la tierra —lo predijo— ¡está vacía!
Buen viaje, poeta.
Ernesto Cardenal (1925-2020). Poeta, sacerdote, teólogo, escritor, traductor, escultor y político nicaragüense. Concluyó sus estudios básicos en su país natal y después, entre 1942 y 1945, estudió Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México unam; posteriormente, realizó estudios de Literatura Norteamericana en la Universidad de Columbia de Nueva York. Después de pasar algunos años en el monasterio de Kentucky se ordenó sacerdote en Managua, en 1965. Cuando Somoza ya había sido derrocado, Cardenal fue nombrado Ministro de Cultura por el Régimen Sandinista en 1979. Asimismo, fue cofundador de Casa de los Tres Mundos. Miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua aml en Managua, Nicaragua. Su poesía es reconocida por ser partícipe de la protesta en el ámbito político y por su vinculación a las luchas progresistas de América Latina durante la segunda mitad del siglo xx. Fue uno de los grandes representantes de la llamada poesía conversacional y fue considerado una de las grandes figuras de la Teología de la Liberación en Latinoamérica.
Autor de decenas de poemarios, fue condecorado, entre otros, con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2010) y el Premio Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana (2012). En 2007, la Universidad de Sonora uson le dedicó el xii Encuentro Hispanoamericano de Escritores Horas de Junio.
Fuente biográfica: Enciclopedia de la Literatura en México
Fuente Fotográfica: Wikipedia
Juan X. Arguedas. Tacuarembó, Uruguay, 1975.
Maestría en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Católica de Uruguay.
Ha publicado varias novelas, entre ellas Mentira azul y Los majos del arrabal.
Escribe artículos y ensayos culturales para diarios y revistas sudamericanos.
Finalista del Certamen “Eduardo Galeano” con su ensayo La burla (2020).
En la actualidad trabaja una antología de poesía latinoamericana contemporánea.
Semblanza proporcionada por Juan X. Arguedas
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Ana Alzugaray (martes, 21 enero 2025 22:47)
Excelente ensayo