ALEROS
Desde los pasos de R.”C”. D.
Pasos que ya no dejan sus migajas de sombra
entre los gestos de la hierba.
Reconozco en la noche, otra noche que ya no denuncia
su desnudez ante la muchedumbre del día.
Reconozco que uno ignora, mientras florece,
la brevedad del tallo y sus retoños,
la brevedad de la herida que no encuentra refugio
en los aleros del tiempo.
Que no encuentra refugio en las olas que van y vienen
desde el mar incontenible de tu nombre.
Saber que esta otra voz también canta en sus silencios
y aunque los pájaros de la tarde insistan
en invocar su pequeña algarabía
para vencer a la lluvia,
ahora soy del tamaño de su canto.
Salem nunca me dibujó sus orillas.
No iba de prisa el suave olvido de tambores indígenas
repicando el nombre de sus calles,
del río que dividía los sueños más antiguos,
los poco probables.
Saber que ahora soy mar, tierra, árbol, nido,
sombra entre sus ramas.
Saber que el amor de quién me extraña
es una brújula de luz
señalando el lado invisible
del abrazo.
POEMA ESCRITO EN EL ÚLTIMO VAGÓN
“Hay una cierta luz sesgada,
en las tardes de Invierno —
que oprime, igual que el peso
de la música en una Catedral —“
Emily Dickinson
El tren de Nueva York me lleva entre sus rieles con precisión de malabarista.
Lanza mis ojos a través de su ojo subterráneo y busco indicios de eternidad en cada rincón del viaje. Su pesada luz cilíndrica, también sesgada, querida Emily, desliza a ciegas la mirada del Central Park, haciéndolo girar en la espiral del Guggenheim dentro del último vagón. Llego después de horas laborables, como suelen hacer quienes venimos de la nada. Justo a tiempo para no estar. Para no desenterrar palabras sobre asientos que trafican el silencio en bolsitas de papel de seda. Bajo tierra, la soledad de pie está incluida en el ticket de abordaje. Ella entra primero, difícil ignorarla, siempre mira desde arriba, derramando su nada con tanta solidez sobre el hueco prescindible de mi cabeza. Aquí el tiempo de llegar decide quién se queda con la última palabra. Es una ausencia necesaria que parece apresurar el viaje. No existo cuando el tren me lleva al sitio que me espera. El sitio que me espera construye los sonidos que el abismo no conoce. De pie y en continuo vaivén, alguien choca con mi hombro mientras estudia las noticias. Derrumba la casa vacía que colgaba de los ojos. Habrán puertas abiertas cuando surja de la tierra como un retoño sin memoria, sin sombra ni raíz. Un hombre doblega con empeño el pañuelo y el saludo, dobla también bajo el brazo, el periódico que no se atrevió a leer en voz alta. Estábamos tan cerca que un susurro hubiera sido suficiente. Lo hubiera ceñido al pecho para comprobar que hay aire en los pulmones, que no están hechos de la ceniza extraña que deja el incendio acumulado de estos seres invisibles. Lo hubiera sembrado en el andén para justificar la esperanza del árbol que poco a poco muere en mí, mientras la velocidad del tren desintegra el brillo de los ojos.
Pesaba el aire cuando bajé del tren hace un minuto (¿o fue hace un mes?)
Es difícil viajar en estos barcos anclados de la noche, nunca han navegado por el Hudson o habitado su isla de nubes en medio de la tarde. Ahora el viaje pesa en el corazón como suspendida avalancha. Volví a ser la muchacha que dejó su temblor desorientado en la primera estación donde bajé sin desenredar los pies, tropecé conmigo en un peldaño de la noche. Aquí abajo las catedrales son de humo Emily, y en el afán de liberar su hermetismo voluntario, bastaría con escribir a sus espaldas las últimas campanadas. Una niña se balancea sobre la falda de su madre, no sabe que va al parque. El tren la rodea con sus pájaros voraces, con miradas que se comen el viaje a pedazos sin dejar caer migajas, aunque ella extienda la mano.
Pesado es el enjambre de voces que sobrevuela mi cabeza, me habla con huesos mudos de relojes y teléfonos ajenos a la oscuridad, mide, cuenta y denuncia las ciudades rebosantes de silencio.
¿Será que dar señales de vida no es asunto de viajeros en el tren de Nueva York? Este tren pasa por todos los andenes del equinoccio mi querida Emily Dickinson y yo no sé si es invierno afuera.
ENUMERACIÓN
Dejamos atrás la angustia impulsiva del instinto,
La emancipación de la mínima célula de la ausencia.
Levantamos un pedestal bajo tierra
Para desenterrar las razones que logren subir hasta los ojos del mundo.
Dejamos los tejidos de la respiración y su último plumaje
sobre el rostro ilegible de la fe.
No es posible discutir a ciegas sobre la demolición de la justicia
y sus muros ajenos.
No es posible redimir una herida y multiplicar el crimen
ante la quietud desvelada del testigo.
No es necesario caer contra la vida
para entender las grietas que va dejando el dolor.
Hablemos mejor de los rituales apócrifos de la mentira,
su ritmo venenoso entre la lluvia,
Asumimos el adiós de las raíces
en la íntima erosión de lo vivido.
OJOS EXTRAÑOS MIRANDO
Desde el agua labios sordos que reinciden
en convocar a la muerte.
Chocando contra el espejo
del domingo.
Ojos extraños mirando
desde el agua
Tres guerras.
Sus muertos se aglutinan
Debajo del duelo de la tarde
Huyen con la palabra al desafío.
Ojos extraños mirando.
desde el agua monstruos microscópicos
su imperio de pérdidas anónimas
Ustedes los infinitos héroes desconocidos de Whitman
hoy también piden un pan como salvoconducto.
Vencidos en su grandeza.
Vacío que no escapa del dolor
último adiós sin cornetas ni tambores
Ojos extraños mirando.
Hoy también han cerrado puertas,
puertos y fronteras en el aire,
desde el agua toda la casa se hunde
y no hay manos que abarquen
tanta ausencia.
LA ÚLTIMA SED DE LA TARDE
“Quien dice que se nos murió todo
Cuando se nos quebraron los ojos”
Paul Celan
La desgarradura de estos vidrios enmudece la alegría,
desangra la fe en medio de las grietas,
persigue sus estruendos, sus heridas.
Hemos aprendido a sobrevivir
el fin de la esperanza en pupilas anónimas,
a respirar el aire dentro de los espejos
y a dormir sumergidos al fondo de la oquedad,
fingiendo junto al fuego la última sed de la tarde.
No murieron los recuerdos
inhumados bajo párpados de alabastro.
Han quebrado también, querido Paul Celan,
la oscuridad de sus nombres y como serie inalterable,
habitan la memoria del prófugo, embistiendo con incisivos ojos,
el pulso inédito de la luz.
TU MANO DESHOJADA
Este poema que anochece dentro de la lluvia,
este canto que se entrega a la sal
como un mar inundando las orillas del pecho.
Abriendo guijarros dentro de la herida
bebiendo la sangre en las venas esquivas
de las palabras. En una lágrima que contempla la oración
desde la voz hueca de la oscuridad.
Esta luz que delata el discurso ausente de tus ojos,
deja al descubierto sus caracoles
de la muerte. Este inventar retoños en tu mano
deshojada para entregarte el bosque
en las raíces del invierno.
Este rendirse hasta el último designio
del abrazo, hasta el claro misterio que denuncian
los relámpagos del día.
LA TELARAÑA DEL DÍA
En Gaza
La telaraña del día
aguarda su presa para cenar.
Caen los espacios sin sombra
sobre la mesa,
caen con la exactitud del duelo
que ha edificado la ausencia.
Caen los nombres escritos
sobre los muros del país
donde las fronteras son el obelisco
premonitorio de la muerte.
Los hijos de la tarde
no encuentran la ciudad
entre el derrumbe del horizonte,
nunca regresan a tiempo
para zurcir la desgarradura
de un pedazo de pan.
EL DÍA DE LOS ABISMOS
Herbert nos había advertido sobre el aire espeso
que acecha los pulmones en el día de los abismos.
En estas dunas toser los temores e incertidumbres
no alivian la respiración mientras tratamos de tender al sol
las sábanas rotas que insisten en amordazar los sueños.
Quizá habíamos aprendido a remendar las inequidades
debajo de los encajes y las lentejuelas que propone la oscuridad
y su imprecisión siempre a la mano.
Pero hemos salido de casa sin máscara.
Aprendemos a levantarnos de las hojas muertas,
desde allí, respirar.
Hemos llegado a Duna.
La ficción está en el aire.
Seguramente caerá por su propio peso.
ÁRBOLES DE SAL
“Mis antepasados, cruzaron el mar sobre una cruz de palo”
Juan Carlos Mestre
Mis antepasados invocaron el fuego
para reconocer la lluvia más allá de la niebla.
Alzaron sus heridas sobre aquella cruz de palo,
para llegar al fondo de los días,
alumbraron surcos en los sueños
con la precaria luz de sus semillas.
Mis antepasados hundían
atardeceres en el agua de sus ojos,
mientras lloraban a solas
los abismos de la sed,
buscaban el pan
con cesta fugaz de pescadores.
Bajo el agua,
su rebaño se posaba
entre árboles de sal
de un bosque sumergido
en la memoria.
Mis antepasados se dieron a la fuga del dolor
para dejarse atrapar
por la esperanza.
CUANDO TENÍA UNA CIUDAD
Los pies de mi padre sabían dónde terminaba el invierno,
donde comenzaba una sonrisa. Abundaban las manos libres
para amarrar las cruces sobre el paciente lomo
de una procesión, junto a las velas derretidas
En las pequeñas heridas de la niñez.
Esas que no entienden las ausencias del abuelo,
a pesar de encontrarlo siempre en su pretil de sombras.
Cuando tenía una ciudad, no faltaban los rostros conocidos
ni los desconocidos, los que desean el bien
a los que han caído desde el campanario,
a los que estaban arriba cuando caíste.
Cuando tenía una ciudad, no se cubren las esquinas de mi muerte
no salen al encuentro con el camino
a la escuela o al cementerio. Ninguna carretera principal
me pueden llevar al pueblo cercano
donde desenterrar los recuerdos amarillos
entre las fortalezas erguidas de la montaña.
Cuando tenía una ciudad, todos los muros de la noche
encontraban su grito más profundo
y no sabía por qué empacar mis cosas
para un viaje sin regreso.
LOS PÁJAROS QUE SE QUEDAN
Los que pretendemos saber cuándo termina el viaje
y medimos el traje por la profundidad de todo
lo que nos ha sucedido.
Los que medimos el valor de la vida
en dentelladas sobre la carne de lo posible
y cubrimos tantas cicatrices
en medio de la máscara del día.
Los que tocan a la puerta de salida
después de la medianoche
cuando todos duermen y no hay probabilidad
de que alguien abra.
Los que se quedan a despedir
las heridas volando a oscuras
a la medida de la tierra.
Los que inventan otras alas
dentro de las tormentas cotidianas.
Somos los pájaros que se quedan
con el dolor de nuestra sombra
que no conoce aún
la luz.
HAIKUS PARA VOLVER A MI SOMBRA
Arde una voz:
maderas del silencio
En mis cenizas.
Entre la niebla
la luz es solo el hábito
de recordarte.
¿Dirías entonces,
País de ojos cerrados,
Que ya no sueñas?
Todo está igual,
La higuera de la noche
Cuenta sus pájaros.
Casi en la luz
todo aquello sin nombre
Vuelve a su sombra.
Poeta venezolana
● Poeta, gestora cultural de San Sebastián de los Reyes, Venezuela.
● Posee especializaciones en Literatura inglesa, chicana y afroamericana.
● En el 2010 crea la organización sin fines de lucro Artepoesía por La Paz en Los Ángeles, California, Estados Unidos. Proyectos de índole social, cultural y educativo para niñas de pocos recursos y bajo acceso a estas experiencias y oportunidades.
● Durante el 2021, crea El Arco & La Flecha Editores, editorial dedicada a la poesía.
● A principios del 2022, Carmen crea el Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés De la Cruz.
● En Abril de 2023, su organización, ArtePoesía por la Paz, crea el Festival de Poesía, La Palabra en Libertad, espacio virtual de poesía moderado por Daisy Zamora y Carmen Rojas Larrazábal.
● 2024 co-fundadora el Premio Hispanoamericano de Poesía José Carlos Becerra “El otoño recorre las islas”
● Ha publicado varios poemarios: sus recientes publicaciones incluyen Confesiones de la ausencia, Fracturas del Silencio entre otros.
● Co-antóloga de Tres veces tu sombra, antología de Raúl Zurita, 2023.
● Poemas suyos forman parte de la antología Animal Neobarroco, una muestra contemporánea de este estilo, compilada por Luis Manuel Pérez Boitel, Cuba.
● Miembro honorario de la Asociación de Escritores de México.
Semblanza y fotografía proporcionadas por Carmen Rojas Larrazábal
Semblanza y fotografía proporcionadas por Daniel Olivares Viniegra
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